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Solo quiero algo para comer, un cuento de Niurca Herrera

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Solo quiero algo para comer, un cuento de Niurca Herrera
La escritora Niurca Herrera (FOTO: FUENTE EXTERNA)

Vueltas y vueltas en la cama sin poder juntar pestañas. Los ruidos estomacales compiten con la música del colmadón. Los cristales de las ventanas del dormitorio vibraban a ritmo de dembow y tus vísceras con ellos. Miras el reloj del celular. Una y treinta, mascullas entre dientes, calculando que a la música le queda, por lo menos, dos horas. Te levantas. Abres la nevera buscando que ingerir, no hay nada que no tengas que cocinar. Recuerdas que apenas habías probado bocado en todo el día y por eso el ardor en el estómago. Te pones la camisa decidido a salir para la calle a buscar algo. Al pasar junto a la habitación de tu madre te detienes. Sabes que a pesar de las pastillas, la música no la deja dormir. Piensas que el Nubain ya no le hace nada y que tendrás que pedirle algo más fuerte a la doctora. Abres la puerta con suavidad. La miras en su cama más pequeña e indefensa que nunca, tapando los oídos con los huesos que alguna vez fueron manos. Manos que te llenaron de caricias y mentol en los días de enfermedad. Enfermedad que se ha instalado en su cuerpo y por más que han luchado no pueden desalojar. Los últimos estudios muestran su título de propiedad. El cáncer se ha esparcido por todo el cuerpo. “Llévame a casa, quiero morir en paz en mi cama”, te dijo en el hospital. A ti no te quedó más que complacerla.

Abrió sus ojos ahuecados y te miró con la ternura de siempre y te expresó:

— Tampoco tú puedes dormir.

— Voy a salir por algo de comer -le dices.

— Es un poco tarde, mira a ver si hay algo en la nevera -te contesta.

— Ya miré y no hay nada, despreocúpate voy a la fritura de la esquina, a esta hora está llena de gente -le dices para que no se inquiete.

— No tardes, no quiero estar sola cuando llegue la muerte -te dice extendiéndote una mano.

— No será hoy -respondes, mientras tomas su mano y le besas la frente.

Doblas la esquina y te encuentras con una noche que se niega a ser mañana. En tu camino esquivas motores y carros parqueados en la acera, grupos de jóvenes con cerveza en mano que discuten sobre quién es mejor, si Jordan o Lebrón, y parejas a punto de llegar a un acuerdo para fornicar. Pasas frente al colmadón y miras las enormes bocinas. Recuerdas todas las veces que has querido que exploten llevándose a su dueño en la explosión. Ellas como si conocieran tus deseos te sueltan un “¿Dónde están las mujeres que no tienen mariiio?” Yo también quiero saber, piensas y como respuestas las mujeres, incluso las que andan acompañadas, levantan las manos, contonean las caderas y gritan: ¡Aquí!

Llegas a la fritura. El dependiente, un hombre alto de contextura fuerte, te pregunta a gritos:

— ¿Qué puedo servirte? -mientras se seca el sudor con el delantal.

— Solo quiero algo de comer -le respondes, a gritos también.

— Escoge -te dice o al menos eso entendiste, mostrando la vitrina.

Mientras te decides, el hombre atiende otros clientes. Observas las opciones: pollo, res y cerdo en todas sus variedades, acompañado con yuca, guineítos o tostones. Revisas los bolsillos. Solo cargas un billete de doscientos pesos. Pides un servicio de ciento cincuenta de pollo horneado con yuca. Te sientas a esperar. Como si la música del colmadón no fuera suficiente, una yipeta se estaciona al frente y le hace la competencia al grito de “Hoy se beeebe”. Esto es el infierno, piensas, observando a tu alrededor. La mayoría son mujeres, a medio vestir y a medio tomar. Una de ellas te sonríe y le devuelves media sonrisa por cortesía. Se sienta en tu mesa sin invitación. Te dice algo que la música no te deja oír. El camarero trae una cerveza grande. Le explicas que no has pedido nada más y que solo esperas por tu orden. La joven se sirve un vaso y lo toma de un trago. La observas detenidamente, no ha de tener más de veinte años, pero el maquillaje, la ropa y la actitud la hacen ver mayor. Ella pronuncia palabras que no escuchas. Luego bebe a pico de botella y deja derramar un poco de líquido que rueda por la comisura de los labios hasta el pecho. Para secarse, mete ambas manos en su escote y se acaricia las tetas mirándote con ojos de gata en celo. El estómago volvió a sonar pero por el bullicio solo lo sentiste. La joven sigue hablando. Tú tratas de descifrar lo que dice. Ahora tiene la punta de la botella en la boca y pasa la lengua lentamente. Te sigue mirando con ojos felinos. Miras al dependiente que sigue atendiendo a otros clientes. Le haces una seña. Él dice algo que se gasta antes de llegar a tus oídos. La felina sigue hablando y ya no haces nada por entenderla, te limitas a sonreír y asentir con un movimiento de cabeza. Ella se levanta y te toma de la mano. No entiendes nada, pero te dejas llevar. Pasan frente al sudado dependiente que te sonríe. Preguntas por tu orden. Él grita otra cosa que también se pierde. Atraviesan un pasillo alumbrado por una luz roja. El vaho a orines y cerveza resacada te dan náuseas. Abres la boca para decirle algo, pero ella ya tiene tu pene en la suya. Le dices que no, que solo quieres algo de comer, pero no te escucha y si lo hizo, no te hace caso y sigue jugando con tu flácido miembro. Ella trabaja por erguirlo y tú por salir de ese baño hediondo. Recuerdas a tu madre con los huesos sobre los oídos y su “no quiero morir sola”. La joven insiste y las náuseas también, sin ningún resultado. Las bocinas vuelven a preguntar ¿Dónde están las mujeres que no tienen mariiio? Y la joven suelta tu miseria para levantar las manos. Las náuseas ganan. Un líquido amarillento sube por tu garganta y termina empapando la cabeza de la joven. Ella se levanta furiosa y estira tu miseria como goma de tirapiedras. Sientes un dolor que sube por la espina dorsal hasta la cabeza. La empujas por instinto y cae sobre tus vómitos. Luego el grito de la joven que no ahoga la música. El dependiente que abre la puerta. Los puñetazos y empujones. La cuenta, que además de la cena, te cobra una cerveza y otros servicios. Aturdido preguntas qué significan los trescientos pesos de otros servicios. El tipo te mira y pregunta ¿te vas hacer el pendejo, coño? Mirando a la joven que trata de limpiarse los vómitos. Te quejas y te resistes a pagar. El dependiente dice cosas que no escuchas, pero por los ademanes sabes que no son buenas. Le gritas frustrado que solo querías algo de comer. No viste de dónde salió el golpe. La música por fin paró. Te despiertas. Un fuerte dolor de cabeza te aturde. Tratas de pararte, pero el dolor te lo dificulta. No comprendes nada. Un guardia pasa por el pasillo y te señala la bandeja con el desayuno: pan con chocolate de agua. Lo miras y le dices:

— Ya no tengo hambre.

Piensas en tu madre, que está ya sin medicar, en los malditos motores que tampoco de día la dejan dormir, en su “quiero morir en paz en mi cama”, piensas que está sola esperando que llegues o quizás... ya no espera.

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