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En una isla desierta

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En una isla desierta

Leí en un artículo de la BBC acerca de un neoyorkino, Amnon Shea, que había leído el diccionario Oxford. Sí, todo el diccionario. Como comentario a este artículo se me ocurrió reconocer que soy lectora de diccionarios. No solo usuaria o consultora: lectora con todas las de la ley; de las que empiezan por la primera página y acaban por la última; de la a la zeta, nunca dicho esto con más propiedad.

A uno de mis seguidores en Twitter lo asombró esta rara afición mía. ¿Leer diccionarios como si fueran novelas? Tengo que reconocer que es una de mis muchas rarezas. Entre todos, siento predilección por los antiguos, con los que me siento transportada a tiempos muy diferentes y, al mismo tiempo, muy parecidos a los nuestros. No puedo presumir, como Shea, de haber leído los veinte tomos del Oxford, pero sí, por ejemplo, de haber viajado a través de las más de dos mil páginas del Diccionario de americanismos de nuestras academias americanas y recorrido con él los más remotos rincones de nuestro continente; de haber seguido el hilo de una extraordinaria madeja de palabras en el precioso Diccionario ideológico de Julio Casares; de haber admirado página a página a la magistral María Moliner; entre los antiguos, uno de mis preferidos, el Tesoro de Covarrubias, de 1611, con el que por cierto me he reído de lo lindo.

Por eso comparto la elección del poeta británico W. H. Auden para quien el diccionario era el libro perfecto para llevar a una isla desierta. Un buen diccionario se deja leer; no impone ideologías; sus armas son la ortografía, la gramática y la certeza de la definición. Siempre está abierto e inacabado. A partir de ahí, nos ofrece el material inagotable de las palabras. Con ellas podemos aspirar a ser Cervantes o el más abyecto politicastro. Lo que seamos capaces de crear o destruir con las palabras es cosa nuestra.

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