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Wilfrido Vargas: “Lloro por nosotros”

“El esmero de estas chicas es tan poderoso como el sentido de pertenencia que nos otorga”, dice Wilfrido Vargas en su crónica

La división que puede existir entre las personas de nuestro país, producto de la política partidista, los regionalismos y algunos traumas o malas herencias del pasado, se diluye cuando la dominicanidad está en juego. Es mentira que seamos enemigos o rivales, al final, cuando nos toca defender nuestro terruño, nos sentimos parte de lo mismo, somos más hermanos que nunca. Por lo general ocurre esto con el arte y el deporte.

En mi libro “Me volviste loco, Wilfrido” digo que soy de esas personas que lloran por situaciones que no demandan lágrimas. ¿A qué me refiero? Voy a poner un ejemplo: si uno de nuestros mejores peloteros, llámese Pedro Martínez o Vladimir Guerrero, es exaltado al Salón de la Fama de las Grandes Ligas, se supone que los mortales que hacemos vida fuera del diamante de juego deberíamos brindar y reír.

Entonces, ¿por qué me pondría a llorar por algo como eso? No lo sé, pero yo lloro.

Que en un acto al que concurren muchos países suene el himno nacional del mío, lo juro, a mí me estremece. Y aunque no sé bien cómo describirlo, puedo reconocer ese sentimiento que mezcla orgullo patrio con nostalgia, que me aclara la garganta y me mete el mar en los ojos.

Si veo que alguien representa a República Dominicana y se exhibe en un evento como lo hacía el grandioso Félix Sánchez, nuestro medallista de oro olímpico, me da la impresión de que soy yo, de que somos nosotros, de que somos todos. Entonces ofrezco un espectáculo casi ridículo porque no me gusta que me vean llorando, pero no paro de sollozar; me da un ataque indetenible.

Por eso, cuando ocurre un triunfo como el de nuestra selección femenina de voleibol en los Juegos Panamericanos Lima 2019, me gusta creer o imaginar que las Reinas del Caribe somos todos, absolutamente todos, llorando de alegría. El esmero de estas chicas es tan poderoso como el sentido de pertenencia que nos otorga una de las palabras más hermosas que conozco: “nosotros”.

En ese nosotros es donde está la verdadera épica colectiva. Y no hay nosotros sin convivencia. No existe nosotros sin amor. No puede haber nosotros sin nobleza.

Nosotros hemos sido un pueblo bravío, abrazado por el pensamiento duartiano. El pueblo dominicano es ameno, valiente, sentimental y generoso, también es celoso con su país. Nuestra idiosincrasia, como la de tantos hermanos del continente, es compleja, pero si me toca escoger un par de valores que siento que nos definen, diría que son el regocijo y el desborde. Celebramos siempre al filo de la locura. Y soy nacionalista, no lo niego, pero también sé, seguramente gracias a mi trayectoria y al haber tenido la oportunidad de viajar tanto con nuestra música, que el mundo es enorme y que sobra belleza en todos lados. Por eso quiero aclarar que la emoción de estas lágrimas está en el placer de creer que sí se pueden hacer las cosas bien: eso es lo que les agradezco a estas atletas de oro que pusieron a ondear nuestra bandera en lo más alto.

La hazaña no radica solo en el triunfo, sino en un buen ejemplo de constancia, armonía y trabajo en equipo. Cuando todos están alineados y confiados en que se pueden conseguir grandes objetivos, comienza el verdadero show. La gesta está en comprender qué es lo que significa ser nosotros. Como músico y director de orquesta, sé perfectamente de lo que hablo: nosotros quiere decir que nadie desafine.

Y les voy a confesar dos cosas. Primero, viendo el partido entre las dominicanas y las colombianas sentí tanta presión y tanta emoción que pensé que me iba a dar algo. Estaba tan tenso como las jugadoras en el terreno de juego, quizás porque jugaban muchachas que representaban, por un lado, a mi gran amor: República Dominicana, mi cuna y mi suelo, mi merengue y mi todo; y por el otro, a Colombia, mi segunda tierra, uno de mis lugares favoritos en el mundo, el país que tan bien me ha tratado siempre.

De modo que eran unos nervios innecesarios, puesto que ver en la final esas dos banderas ya significaba todo para mí, me sentía ganador de antemano con cualquiera que fuera el resultado.

Pero no puedo mentir, estaba estresado. Por un lado, quería que triunfara Dominicana, por el otro, no quería que perdiera Colombia. Qué sensación tan sabrosa, tan extraña y tan incómoda a la vez. Y es así como pasó lo que sabía que iba a pasar, y aquí viene mi segunda confesión: lloré.

Sí, lloré. O más bien sollocé. Como un tonto. Como un niño. Como un dominicano. También como un colombiano. Sollocé hasta que entendí que en realidad lo que estaba haciendo era llorar por nosotros. Porque me gustaría que este sentimiento de hermandad no fuera solo un espasmo producto de un triunfo deportivo para celebrar con locura, sino el abrazo real de un pueblo maravilloso que tiene con qué.

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Infografía
Wilfrido Vargas (FUENTE EXTERNA)
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