Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
general

Santo Domingo según Garczynski

Expandir imagen
Santo Domingo según Garczynski
Santo Domingo en 1879.

El relato del viajero norteamericano Rodolphe E. Garczynski sobre sus vivencias en Santo Domingo de los años 70 del siglo XIX –publicado en Appleton Journal en 1879 y reproducido en la obra Santo Domingo visto por cuatro viajeros 1850-1889, editada por la Academia Dominicana de la Historia-, traza un cuadro impresionista de la dinámica social de la antigua urbe amurallada y de sus inmediaciones. Las cuales proyectaban una hermosa panorámica, aunque la tierra lucía entonces “reseca por la sequía y cubierta de arbustos atrofiados”. Exhibiendo múltiples ruinas dispersas y curiosas cuevas de coral a ambos lados del río Ozama. Cuya historia particular –conforme el juicio del autor- se ignoraba. “A menos que uno se encontrara con algunos europeos que las han visto”.

Una útil observación de Garczynski alude al factor de color de la gente y a la consiguiente estratificación social. “Como se sabe, aunque los dominicanos son de raza mezclada, aquí los comerciantes blancos y sus descendientes han establecido una casta y consideran a aquellos que tienen algo de ‘café’ en su complexión como seres inferiores. Además, entre estos últimos, hay algunas formas de graduación, de acuerdo a la ‘cantidad de café’, como se dice aquí. Esto me fue explicado por una dama de la ciudad de Santiago de los Caballeros, quien agregó que a veces una persona resulta ser más blanca de lo que debería ser de acuerdo a la escala; pero en todos esos casos, la naturaleza, por una suerte de justicia poética, hace su pelo mucho más áspero y más rizado. La señora ilustró esta significativa información señalando a una niña muy linda, con una piel bastante blanca y ojos azules, pero cuyo cabello, aunque aproximándose al rubio en color, era absolutamente rizado.

Se puede filosofar sobre este peculiar sistema de cálculo, en un modo que asombraría a algunos amigos del hombre de color, pero por fortuna para nuestros especuladores de Boston, aquí el Gobierno no reconoce tal aritmética y tiene a su servicio a todos los ‘tonos de café’ indiscriminadamente, siendo muchos de los más capaces muy negros. No obstante, es imposible evitar notar el sentimiento, que existe muy fuerte en Santo Domingo, de que los buenos hombres que son blancos puros se consideran a sí mismos el beau monde y a los pobres desafortunados de ‘tez café’ los consideran como el bas monde.”

Nuestro viajero decimonónico percibió en “la naturaleza moral dominicana” escasa sensibilidad hacia el arte y un muy bajo “desarrollo artístico”. También notó una propensión a holgazanear que se siente como “un sopor en el aire que los extranjeros al inicio pueden resistir fácilmente y del cual son inconscientes, pero que sin embargo se abre paso de modo imperceptible... De modo que el viajero promedio, que se queda en Santo Domingo, por lo general holgazanea en la tarde así como holgazanea en la mañana. A las tres de la tarde, los tamborileros y cornetines salen y ejecutan una marcha de guerra, cuyo objetivo aparentemente es despertar a los buenos dominicanos de su siesta.

Las damas a esa hora hacen su arreglo posmeridiano y si uno pasa por el pueblo, seguro captará visiones momentáneas de las bellezas dominicanas, que se despliegan de forma espléndida en limpísimas muselinas blancas, sentadas en mecedoras americanas, inclinadas sobre cualquier ridículo trabajo de punto o reclinadas contras las verjas de las terrazas, que siempre se encuentran en el piso superior. Las puertas y ventanas permanecen abiertas de par en par durante el día y una pequeña mirada mostrará que el mobiliario es en su mayor parte americano y la decoración francesa.”

El dominicano, acogedor ante el extraño, cuida empero su nido familiar con celo. “No es fácil tener la entrée a estas casas ya que la gente aquí está lejos de ser hospitalaria en el sentido que las naciones del Norte tienen. Un caballero dominicano que conoce bien a un extranjero y que está en buenos términos con él, nunca pensaría en invitarlo a su casa. Creo quizás que ello no provenga de la carencia de un sentimiento hospitalario, sino más bien de la sospecha y desconfianza lamentable hacia las mujeres, que los dominicanos heredaron de los españoles. Debo concluir que este sistema no es exitoso ya que en ningún lugar del mundo la moral (en sentido restringido) está más decaída que en la isla.

La moral del presidente Báez, en otros aspectos un hombre estimable, es lo que las damas denominarían chocante debido a que tiene abiertamente una amante, algunas personas dicen que dos. Cada vez que se queja de que sus ojos le duelen y se retira a las aguas minerales de San Cristóbal, una sonrisa maliciosa se extiende por las caras del círculo de oficiales, mientras que los hombres jóvenes de la ciudad por lo general se ríen sin reserva. No pienso, sin embargo, que este ejemplo tenga algún efecto negativo ya que el estado de la moral del lugar es demasiado bajo para eso. Tan superior es Báez a la generalidad de los dominicanos que si él tuviese la mínima sospecha que una vida privada de buena reputación beneficiaría al país, estoy seguro que al instante pondría su ejemplo del lado de la decencia.

El forastero cuando pasea dentro de la ciudad oirá morceaux ejecutados en el piano Pleyel, tocados por su gracia ya que ‘Yankee Doodle’ solo suele gustar en nuestra nación. Pero nunca atravesamos las puertas. Así, tras una hora de paseo por las calles y una llamada al cónsul americano, los pájaros enjaulados regresan a su morada del hotel y esperan con ansia la campana de la cena, que suena exacto a las seis, acompañada de cornetines y tamborileros que tocan una retreta. Hay un cornetín particularmente odioso, que emite notas horriblemente quebradas y chillonas. Y si Báez es sincero en conciliar el elemento foráneo le dará de baja, ya que ha puesto nuestros nervios de punta muchas veces.

La cena es como el almuerzo, mas sopa de vegetales en la que sobresalen los frijoles franceses y el palmito. Hay energía para la conversación después de la comida, pero como la mitad de los huéspedes son americanos y la otra, franceses, falla la fusión y uno de los grupos se retira. Luego vienen las terribles noches en las que sólo se juega a las cartas. O a veces se mitigan las penas cuando hay una compañía española de actores en el pueblo, tal como ocurre.

El teatro funciona en el viejo Colegio de los Jesuitas y aunque el auditorio ocupa lo que era la capilla, parece que los dominicanos no tienen escrúpulos de conciencia. Dudo que tengan algún sentimiento religioso como nación. Los negros americanos, que son bautistas o metodistas, son en verdad religiosos y lo muestran en la forma como rigen sus vidas. Pero entre los habitantes de esta ciudad, nunca he visto más de ciento cincuenta en la misa de la Catedral, de los cuales diecinueve sobre veinte son mujeres. Me temo que los dominicanos son el sedimento de un pueblo, no el germen de uno, ya que parece que no tienen fuertes convicciones excepto, tal vez, el amor por su país y el deseo de libertad. Puede que éstas los salven.

Si la gente no se muestra en la iglesia, sí se reúne con vigor en el teatro. Y la troupe de Muñoz y Belaval ha hecho de la suya una visita lucrativa. Proceden de Puerto Rico, vienen ocasionalmente y son recibidos con distinción. Las damas los esperan por ser una oportunidad para estudiar las últimas modas. El Gobierno les proporciona guardias en abundancia. Hay uno junto al portero cuya bayoneta, de jamba a jamba, previene cualquier avenida de dominicanos pobres apasionados por el teatro. Otro holgazanea en el bar temporal donde se venden platos de dulces para las damas y se dispensa ron en pequeños vasos para los caballeros. Para los abstemios hay orgeat, si se está sediento.

Un guardia evita que aventureros se cuelen detrás del escenario y otro vigila las bancas que ocupan la antigua capilla, habilitada como la platea. Las galerías, construidas ente los pilares, son los palcos, cuestan tres dólares y medio. La admisión general es cincuenta centavos y por un asiento en las bancas medio dólar más. Cada noche las damas atestan los espacios entre los pilares. Las bellezas blancas no se ven. Casi todas son oscuras, pero empolvadas al extremo que a distancia parecen blancas. Llevan flores naturales en el pelo, otras artificiales, salvo alguna señorita con sombrero nuevo. Todas usan muselina, siendo la seda muy pesada para el clima. No hay mujeres en las bancas, donde se permite fumar entre los actos.

El telón es un perfecto horror de arte decorativo. La compañía tiene cinco escenarios, uno para cada acto, mostrados en orden invariable. La obra es ‘Lázaro, el mudo: o el Pastor de Florencia’. Con mi español limitado, la gratificación es poca. Hay dos buenos actores y la actriz principal es joven, bella con talento considerable. Mi comprensión de la pieza no es gran cosa. Las escenas de amor ardiente y fuertes son las más populares y aplaudidas, aunque también el comediante, que merece una ejecución sumaria, es aclamado. La función acaba a las doce, cuando ya los americanos se han ido y están acurrucados en sus camas, roncando bajo la protección de los mosquiteros.

Sin teatro, la banda toca en la plaza música excelente. Piezas de danza o de carácter. Un pequeño grupo se reúne en la verde hierba de la plaza a escuchar las armonías, aunque la aristocracia nunca asiste ya que considera que la música es para el populacho. Cuando tocan la retreta, los cornetines y tamborileros hacen un pequeño ruido que nosotros habitualmente llamamos ‘golpes’.

Todas las noches se saca una pequeña pieza de artillería y se coloca en posición enfilada en la calle que conduce a la puerta principal que se abre a los caminos de San Carlos y Güibia, y luego la gente se va a dormir. Algunos pájaros madrugadores van a la cama temprano. En poco tiempo todo el lugar está envuelto en el silencio, quebrado sólo por el golpear del mar contra la barra y el silbido que los guardias hacen cada media hora. Y así trascurre la vida en Santo Domingo.”