Buscando a Óscar (II)

Con reportes por Habiba Nosheen, especial para ProPublica, y Brian Reed, This American Life

Excavación en Dos Erres en 1995

Capítulo 3: Prueba viviente

Tras unas pocas semanas, la embajada norteamericana en Guatemala se había enterado de lo sucedido en Dos Erres.

Una "fuente confiable" le había dicho a los oficiales de la embajada, que soldados fingiendo ser rebeldes, habían asesinado a más de 200 personas. Era el último de una serie de reportes recibidos en los que se culpaba a los militares por las masacres alrededor del país. El 30 de diciembre, tres oficiales norteamericanos fueron a Las Cruces, donde las entrevistas realizadas a los locales levantaron más sospechas.

El equipo sobrevoló Dos Erres en helicóptero. Aunque el piloto de la
Fuerza Aérea de Guatemala se negó a aterrizar, la evidencia de una atrocidad -casas quemadas, campos abandonados-era suficientemente clara. En un cable, excepcionalmente franco, enviado a Washington, los diplomáticos aseguraron que "la parte, más probablemente responsable por este incidente, es el Ejército de Guatemala
".

El gobierno estadounidense mantuvo el secreto hasta 1998. No se tomó ninguna medida contra el ejército ni el escuadrón. Los Estados Unidos continuaron apoyando a los gobiernos represores en Centroamérica, siempre y cuando fueran anti-comunistas.

Tendrían que pasar catorce años antes de que alguien intentara hacer justicia por Dos Erres. En 1996, después de más de tres décadas de guerra civil, las hostilidades cesaron con un tratado de paz entre los rebeldes y los militares de Guatemala. Ambos bandos acordaron una amnistía que exentaba a los combatientes, pero permitía juzgar las atrocidades.

Existía, sin embargo, una duda considerable sobre si el nuevo gobierno sería capaz de llevar a juicio esos casos. Los perpetradores de algunos de los peores crímenes de guerra, mantuvieron su poder en las fuerzas armadas o en mafias del crimen organizado que crecieron rápidamente. Los cárteles de droga reclutaron ex Kaibiles como sicarios e instructores.

La detective inusual que se enfrentó a estas fuerzas oscuras fue Sara Romero.



Romero era una mujer pequeña y tranquila al hablar, parecía más una oficinista o una profesora que una luchadora contra el crimen, de primera línea. A sus 35 años, era una fiscal novata. Se había graduado de la escuela de leyes el año anterior y había sido asignada a una comisión especial de derechos humados en Ciudad de Guatemala. Aunque los crímenes de guerra habían quedado sin resolver durante años, estaba decidida a continuar las investigaciones, sin importarle los obstáculos. De otra forma, pensaba, la impunidad seguiría siendo parte de la sociedad guatemalteca.

Le fue asignado el caso de Dos Erres. Hubo cientos de masacres durante el conflicto y Naciones Unidas llegaría a la conclusión de que el 93 por ciento de las muertes fueron a manos del ejército. Además, los asesinatos sistemáticos de indígenas eran considerados como un genocidio.

Romero tenía poco material. Los militares insistían que el caso de Dos Erres había sido obra de la guerrilla. Pero, por la declaración de Hernández, el sobreviviente que entonces tenía once años, la fiscal estaba convencida de que el ejército había tenido algo que ver. Necesitaba más pruebas.

Viajó a la escena del crimen, en un trayecto de ocho horas en autobús hacia la región en el norte del país. Un manto de silencio reinaba entre las ruinas. Entrevistó a sobrevivientes que estuvieron fuera de la aldea el día de la masacre. La mayoría tenían miedo de hablar. Susurraban que temían la ira del teniente Carías, quien seguía al mando en Las Cruces. Sospechaban que él había orquestado el ataque al haberse enfrentado con los habitantes de Dos Erres.

Romero se dio cuenta de que era difícil establecer los hechos más elementales, como identificar a las víctimas. Intentó realizar una especie de censo y pidió a la ex maestra de la escuela del pueblo una lista con los nombres de todos los niños y familiares que pudiera recordar.

Sin víctimas confirmadas ni testigos sólidos, Romero nunca podría resolver el caso. Pero encontró a una aliada: Aura Elena Farfán.

De aspecto digno, Farfán tenía el pelo gris y una disposición tan dulce como inflexible. Lideraba una asociación de derechos humanos en Ciudad de Guatemala para las víctimas del conflicto. A pesar de las amenazas, había logrado acusar al ejército de la masacre en Dos Erres. En 1994, había llevado con ella a un equipo voluntario de antropólogos forenses argentinos para exhumar los restos.

Los argentinos -cuyas habilidades se habían afinado al investigar su propia "guerra sucia"-trabajaron rápidamente y en condiciones riesgosas. El batallón en Las Cruces los había acosado al tocar música militar a volúmenes altos y al seguirlos. La exhumación extrajo e identificó inicialmente los restos de, al menos, 162 personas, muchos eran bebés y niños.

Farfán había logrado un gran adelanto, que podría ser aprovechado por los fiscales. Daba con frecuencia entrevistas en la radio donde invitaba a los testigos a involucrarse en el caso. Justo después de una de las transmisiones, oficiales de Naciones Unidas le dijeron que un ex soldado estaba dispuesto a hablar sobre Dos Erres. Viajó a la casa del hombre, donde se presentó con lentes oscuros, un sombrero rojo y un chal. Un oficial español de la ONU la seguía a cierta distancia para protegerla.

La puerta se abrió. Era Pinzón, el ex cocinero robusto y con bigote del escuadrón Kaibil. Estaba desayunando con sus hijos y, después de una sorpresa inicial, recibió a Farfán.


Pinzón le contó que había dejado al ejército y trabajaba como conductor en un hospital. Nunca había sido un militar como tal porque no tenía el entrenamiento necesario. Como cocinero, había sido maltratado por los otros soldados, que lo consideraban un estorbo, un eslabón débil. Dos Erres lo obsesionaba.

"Quería hablar con usted porque ya no puedo aguantar esto que tengo aquí en el corazón", le dijo Pinzón a Farfán.

Le contó la historia de la masacre y los nombres de los miembros del escuadrón. La conversación duró horas. Farfán se sintió abrumada con una mezcla de disgusto y gratitud. No era capaz de estrechar la mano del soldado, pero su arrepentimiento parecía sincero.

Poco después, Pinzón le presentó a Farfán a otro veterano: Ibáñez. La activista convenció a los dos hombres de testificar para Romero. Contaron sus historias fríamente, sin asomo de emoción. Habría sido imposible conocer los detalles de la masacre si los dos no hubieran hablado, por lo que se les concedió inmunidad y fueron reubicados como testigos protegidos.

Desde el principio, los detectives habían encontrado obstáculos y amenazas por parte del ejército. Ahora, tenían testimonios de primera mano que implicaban en el crimen al escuadrón Kaibil.

También contaban con una nueva línea de investigación: el rapto de los dos niños por el teniente Ramírez y Alonzo, el ex panadero del escuadrón.

Romero pensó que se trataba de un milagro, pero encontrar a los dos muchachos era una cuestión crítica. Tenían que conocer la verdad -estaban viviendo con las personas que habían asesinado a sus padres. Ninguna otra atrocidad registrada contaba con este tipo de evidencia.

En 1999, Romero y otro fiscal fueron a casa de Alonzo, cerca de la ciudad de Retalhuleu. Como su oficina apenas contaba con pocos recursos, no había apoyo policiaco, ni armas. Romero se mostraba inquieta sobre el hecho de enfrentar a un militar con acusaciones tan graves, sabía que los Kaibiles se veían a sí mismos como máquinas asesinas.

Cuando vio al soldado sentado en la entrada de su modesta casa, su miedo desapareció. "Es un hombre normal, un campesino humilde", pensó.

Las fotos familiares en casa de Alonzo confirmaron sus sospechas de que estaba en el lugar indicado. Él era un Maya de piel oscura, cinco de sus hijos se parecían a él. En cambio, el sexto chico, llamado Ramiro, tenía piel blanca y ojos verdes.

"Mi hijo mayor tiene una triste historia", Alonzo le dijo a la fiscal.

Confesó que tras la masacre se había quedado con Ramiro en la escuela militar por tres meses. Llevó al niño a casa y le dijo a su esposa que había sido abandonado. Alonzo dijo que había enlistado a Ramiro, ya de 22 años, en el ejército. Se negó a revelar la ubicación del chico. Cuando la oficina de la fiscal empezó a indagar, el Ministerio de Defensa le preguntó a Ramiro si tenía un problema con la ley. En vez de cooperar, el Ministerio lo movió de una base a otra.

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