Cuba, turismo y luto

Un grupo de personas llevan un cuadro con la imagen de Fidel Catro hoy, viernes 2 de diciembre de 2016, mientras esperan la llegada de la caravana que traslada las cenizas del fallecido líder de la revolución cubana Fidel Castro, en Holguín, a 800km de La Habana. (EFE)

LA HABANA. Salvo la mudez de la música, en la Vieja Habana el duelo por Fidel Castro es disparejo. A mediodía de un jueves que alterna un sol esplendoroso y chubascos, cientos de turistas recorren las calles cámara en ristre. Son personas de edad en su gran mayoría. Hombres ventrudos y rostro enrojecido. Mujeres varicosas con el pelo en todas las gamas del rojo, del rubio, del castaño. Pantalones cortos. Piernas palidísimas. Andares cansinos. Alrededor de la Plaza de Armas, donde comienza la famosa calle Obispo, se puede beber el alcohol desterrado del alcance del público hasta el domingo 4 de diciembre, cuando el Comandante en Jefe descansará para siempre muy cerca de José Martí, en el cementerio de Santiago.

Habiendo venido de otras calles y otros barrios, donde fue imposible saciar la sed de una cerveza --siempre la misma respuesta con caras jóvenes pero adustas: durante el duelo no puede consumirse alcohol-- ver sentados a las mesas de los restaurantes que circundan la plaza a satisfechos bebedores, es como haber encontrado Eldorado. “A nosotros nos está permitido”, responde una bella camarera, de ojos verdes y pelo rubísimo, con una sonrisa que no deja lugar para la duda sobre la legitimidad de la venta.

En El Floridita no. Tampoco en La Bodeguita del Medio. El primero de estos icónicos bares habaneros tiene las puertas cerradas a cal y canto. En el segundo parecen aprovechar para la limpieza. Sobre el mostrador se alinean decenas de vasos vacíos. Un hosco empleado grita que no está permitido tomar fotos. Algunos de quienes se habían apresurado a guardar un recuerdo digital del lugar, pese a su penumbra, lo miran con ojos de asombro. Habrá que esperar hasta el lunes, cuando la ciudad retome su dinámica, para sentarse en su barra y pedir un mojito, esa marca-ciudad más que trago.

Cada cierto tiempo, un disparo de salva retumba en la Plaza de Armas y hace levantar el vuelo a las palomas.

En el atardecer del miércoles, en el Malecón incontables parejas se hacían arrumacos. Algunas familias paseaban con la prole y decenas de pescadores lanzaban al mar el hilo de sus varas para pescar quién sabe qué. Algunos, los más osados, se aventuraban a intentar la pesca sobre los propios arrecifes. Por la amplia avenida, los coloridos descapotables con más de seis décadas en las impecables carrocerías, trasladan a felices turistas que no dejan ni por un minuto de tomar fotografías. En ocasiones se oye el eco de sus risas.