Pequeños emperadores

En sociedades agrarias o artesanales dependientes de estructuras familiares extendidas, donde el trabajo era el factor dominante en los procesos productivos, la procreación de niños servía como seguro de vejez e instrumento de continuidad.

Altas tasas de mortalidad, sobre todo infantil, implicaban un riesgo que se compensaba con grandes números de nacimientos. La vida era simple, y los gastos se dedicaban a cubrir necesidades básicas de alimentación, vestuario y alojamiento.

Situaciones de ese tipo prevalecen todavía en varias zonas del planeta, pero ha ido despareciendo, usualmente de modo espontáneo, de la mano de la urbanización y la educación.

En China, sin embargo, también intervino la mano del gobierno, para nada invisible en ese caso, a través de su política de hijo único.

Los resultados de esa política han sido, y seguirán siendo, discutidos acaloradamente, pues involucra principios morales, derechos y libertades.

Pero una de sus consecuencias, menos espectacular que otras como el cambio en la forma de la pirámide de edades o el crecimiento del PIB per cápita, interesa también a sociólogos, psicólogos y economistas.

Se trata de los pequeños emperadores, nombre que se les ha dado a esos hijos únicos. De familias extensas, China pasó a partir de 1980 a núcleos familiares donde lo normal es que haya un solo descendiente. Los padres dedican toda su atención a ese hijo, objeto y beneficiario de los gastos en educación, recreación, ropa y actividades sociales, en un entorno de creciente competencia por la posesión de vehículos, computadoras, teléfonos, viajes y juegos electrónicos.

Según evaluaciones realizadas, la sobreprotección paternal ha hecho que los niños y jóvenes exhiban niveles alarmantes de sobrepeso, excesiva dependencia y un sentido de mérito desvinculado del esfuerzo personal. Y ha alterado también los patrones de consumo y la percepción de la importancia del ahorro.

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