Misión salvadora

Es difícil escapar de la realidad. Por donde quiera que miremos, encontramos personas afectadas por el COVID-19. Sabemos de familiares cercanos, vecinos, compañeros de oficina y amigos que están enfermos o en fase de recuperación, si es que no formamos parte nosotros mismos del creciente número de casos. Hay a quienes ya les dio y les ha vuelto a repetir, y quienes se han contagiado a pesar de tener sus tres vacunas.

Paradójicamente, el ómicron podría ser el que ponga fin a la pandemia. Combina dos características que le facultan para cumplir esa misión salvadora. Su elevado coeficiente de transmisión le confiere la potestad de desplazar a otras variantes más mortíferas, y esparcirse rápidamente por la población. Y al producir síntomas menos graves, el período promedio de recuperación de los afectados es más breve, lo que deja menos oportunidad para que surjan otras variantes.

Dadas esas características, algunos expertos pronostican que el ómicron será el que permitirá alcanzar la inmunidad grupal o de rebaño, gracias a la cual la transmisión decaerá hasta dejar de ser una seria amenaza colectiva. Por supuesto, hubiera sido preferible llegar a ese punto por medio de las vacunaciones, pero dadas las grandes diferencias entre países en la disponibilidad de vacunas, y tomando en cuenta que aun en países con amplia disponibilidad hay segmentos de la población que rechazan las inoculaciones, el ómicron puede completar el cuadro y rescatarnos del abismo. Quienes así piensan, hacen mención de la experiencia de la pandemia ocurrida a principios del siglo pasado, la cual se disipó al tercer año de haber comenzado. Sin vacunas y con tratamientos médicos mucho más limitados, el costo en vidas fue muy alto en aquella ocasión, pero finalmente la inmunidad se impuso y detuvo los contagios.

Dejar que sea una variante del propio virus la que nos rescate no encaja bien dentro de nuestra cultura de solucionar problemas, porque limitaría la satisfacción de haberlo derrotado.