Cualquier vacuna para combatir COVID-19 debe tratarse como un bien público mundial

La inaceptable batalla para conseguir equipo de protección sería una nimiedad comparada con la lucha por una vacuna

Las farmacéuticas están en carrera por una vacuna.

Imaginémonos que, en un año, se hayan fabricado 300 millones de dosis de una vacuna segura y efectiva para combatir Covid-19 en el EEUU de Donald Trump, la China de Xi Jinping o el Reino Unido de Boris Johnson. ¿Quién las va a obtener? ¿Cuáles son las posibilidades de que una enfermera en India, o un médico en Brasil, y mucho menos un conductor de autobús en Nigeria o un diabético en Tanzania, tenga prioridad? La respuesta debe ser prácticamente ninguna.

La inaceptable batalla entre las naciones por el limitado suministro de pruebas y equipos de protección individual (EPI) será una nimiedad comparada con la lucha por una vacuna. Sin embargo, si una vacuna va a ser el ‘remedio infalible’ que algunos imaginan, tendrá que estar disponible tanto para los pobres como para los ricos del mundo.

Cualquier vacuna debe distribuirse con el fin de crear el máximo beneficio posible para la salud pública. Eso significará priorizar a los médicos, a las enfermeras y otros trabajadores de primera línea, así como a los más vulnerables a la enfermedad, sin importar dónde vivan o cuánto puedan pagar.

También significará distribuir cantidades inicialmente limitadas de vacunas para eliminar grupos de infección rodeándolos con una “cortina” de personas inmunizadas, tal como se hizo exitosamente en contra del virus del Ébola el año pasado en la República Democrática del Congo.

En el caso de Covid-19, esto parece un sueño imposible. Lejos de unir al mundo, la pandemia ha expuesto una crisis de desunión internacional. La Organización Mundial de la Salud (OMS) sólo puede ser tan buena como lo permitan sus Estados miembros. El hecho de que se vea presionada entre China y EEUU cuando la humanidad está enfrentando su peor pandemia en 100 años es un signo del quebrantado orden internacional.

¿Cómo, en tales circunstancias, podemos concebir una política de vacunas que sea global, ética y efectiva?

Existen precedentes. El principio de acceso a los medicamentos se estableció con la pandemia del VIH-sida, durante la cual los medicamentos que salvaban vidas originalmente tenían un precio muy superior a la capacidad de pago de los pacientes en África y en otras partes del mundo en desarrollo.

Pero en 2001, en la llamada Declaración de Doha sobre los Aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio (ADPIC), la Organización Mundial del Comercio (OMC) dejó en claro que los gobiernos podrían dejar de lado y no proteger las patentes en emergencias de salud pública. En gran parte como resultado, se ha desarrollado un sistema de precios escalonados en el que las compañías farmacéuticas obtienen ganancias en los países más ricos y permiten que los medicamentos se vendan de manera más económica en los países más pobres.

También existen métodos comprobados para financiar campañas de inmunización que han salvado literalmente millones de vidas en África, en Asia y en Latinoamérica. La Alianza GAVI fue fundada en 2000 para abordar las fallas del mercado. La organización garantiza la compra de un número determinado de dosis de vacunas para que las compañías puedan fabricar vacunas existentes o desarrollar nuevas vacunas, sabiendo que habrá un mercado para su producto.

De manera similar, 40 gobiernos este mes se comprometieron a dedicar US$8 mil millones para acelerar el desarrollo, la producción y el despliegue equitativo de las vacunas en contra de Covid-19, así como los procedimientos diagnósticos y terapéuticos. Ya hay más de 80 candidatos para una vacuna contra Covid-19, con algunas de ellas actualmente siendo sometidas a pruebas en humanos.

Luego está el asunto de la fabricación. La falta de procedimientos diagnósticos y de EPI ha expuesto los defectos de un sistema ‘justo a tiempo’ que no genera redundancia. La capacidad de vacunación debe desarrollarse de inmediato, incluso si eso significa que parte de ella se desperdiciará. Tampoco se debe simplemente conceder la capacidad existente a una vacuna putativa contra Covid-19. Eso pudiera involuntariamente desencadenar brotes de enfermedades previamente controladas, como paperas o rubeola.

La fabricación también tendrá que estar dispersa geográficamente para garantizar que una vacuna se pueda distribuir a nivel mundial.

La mayoría de las vacunas resultan de colaboraciones internacionales. Una vacuna contra el virus del Ébola fue descubierta en Canadá, desarrollada en EEUU y fabricada en Alemania. Es poco probable — y ciertamente indeseable — que un solo país pueda apropiarse una vacuna contra Covid-19.

Incluso si se desarrolla una vacuna exitosa, no todas las personas querrán utilizarla.

Heidi Larson, la directora del Proyecto para la Confianza en las Vacunas (VCP, por sus siglas en inglés), ha señalado que las encuestas muestran que hasta el 9 por ciento de los británicos, el 18 por ciento de los austríacos y el 20 por ciento de los suizos no estarían de acuerdo con ser vacunados. La confianza en las vacunas generalmente es mayor en el mundo en desarrollo, donde el impacto de las enfermedades infecciosas es más obvio. Pero aquí también pudiera surgir resistencia, particularmente si las personas sospechan que están siendo utilizadas como conejillos de indias.

La vacuna contra una pandemia ficticia en la película de 2011 “Contagio” se distribuye a través de una lotería basada en la fecha de nacimiento. Cuando se descubra una vacuna contra Covid-19 de la vida real, debe distribuirse como un bien público global.

Los expertos en materia de salud han estimado que costará unos US$20 mil millones vacunar a todos los habitantes de la Tierra, lo cual equivale a aproximadamente dos horas de producción mundial. Ésta es la mejor oferta del mundo. Esperemos que el mundo pueda reconocerla.

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