Niños obligados a crecer a destiempo

Cortados del árbol de la inocencia antes de madurar, niños y niñas ven destruidos sus sueños antes de imaginarlos

“El niño tiene derecho al esparcimiento, al juego y a participar en las actividades artísticas y culturales”. Art. 31 CDN. (Bayoan Freites)

SANTO DOMINGO. Marcos (nombre ficticio) vende huevos hervidos en la avenida Máximo Gómez esquina avenida Bolívar. Vive detrás de los buhoneros que pululan en la Avenida París, justo después del edificio de la Cámara de Cuentas. Lo vi perderse con una agilidad movida por el miedo por entre los callejones enmarañados de ropa que se vende a 20 pesos. Se escurrió entre aquel hormiguero que escarba entre las ofertas, el agua pestilente, el nauseabundo olor a orina, los bocinazos, la guagua anunciadora, empuñando entre sus manitas la esperanza de que su madre no le pegaría.

Cuando me topé con él tenía manchas blancas en la cabeza. Estaba sollozando. Apenas se ven las lágrimas. Las contiene porque le han dicho que los hombres no lloran. Pero Marcos solo tiene 8 años. Subimos juntos a la guagua, esquivando mi mirada, que hace rato busca descifrar qué le sucede.

-Cobrando-, dice con voz casi amenazante la “pitcher” de la ruta que va hacia San Luis. Marcos la mira y le dice que no tiene dinero. Ella no le cree y le insiste: “Mira muchacho, págame o te apeas”. Yo, que imagino que dice la verdad, le paso los 25 pesos a la mujer que me mira con indiferencia. Es entonces cuando Marcos me confiesa, a modo de agradecimiento. Lo habían asaltado. Dos muchachos (me dice que tenían como 17 ó 18 años) lo golpearon para robarle el poco dinero que había conseguido y destrozado la mercancía que aún no había vendido. Ahora sí lloró. Le temblaban un poco las manos y no levantaba la mirada. La mancha blanca en la cabeza me inquieta. -¿Qué fue eso?- “Me aplataron con el pie en la cabeza cuando me abajé a recoger los huevos... mami me va a dar si llego sin dinero”.

En ese momento, media guagua, incluyendo la cobradora, estaba suspendida en el rostro visiblemente golpeado de aquel niño que apenas acabábamos de conocer. Entre unos cuantos recogimos dinero y se lo dimos. No miento cuando les digo que tuvimos que insistirle para que lo tomara. Se quedó con la mirada en las manos y dijo “gracias” con un tono de voz tan bajo, que apenas yo, que iba a su lado, pude escuchar.

Cuando lo vi serpentear hacia donde sea que quedara su casa, con el puñito cerrado, supe con una seguridad de hierro que no mentía.

¿Qué sucede?

El sentido común nos ha traicionado tantas veces. Verlos en las calles deambular a cualquier hora nos parece normal. Si el cristal está abajo cuando se acercan al vehículo, hay que subirlo enseguida. Cierto, puede ser peligroso, pero no deja de ser triste.

Lo que no es ideal, lo que no se cumple

Las cifras son evidentes. Pero los niños, las niñas y los adolescentes que trabajan son más que números. Su realidad, que nos es el ideal, tiene adjetivos que subvaloran los números: miseria, dolor, olvido.

“Cuando un niño tiene que trabajar frustra su desarrollo emocional, físico y psicológico, porque se ve obligado a hacer cosas que están destinadas para otra etapa”, afirma Mercedes Rodríguez, psicóloga clínica con una especialidad en psicología infantil. La especialista aclara que los infantes pierden mucho tiempo para jugar, socializar y no aprenden adecuadamente porque “viven cansados”.

Una de las consecuencias del trabajo infantil es que los niños pierden conciencia de la importancia de la educación, no la valoran: “Desde pequeño aprende a ser obrero y le da mucho más valor al dinero que a ser un profesional. Eso se traduce a un país que no crece”, sentencia Rodríguez.

Para la regla hay contadas, muy contadas excepciones. La encontramos en Guillo (así le dicen) un jovencito de 15 años que malvive en el Batey Bienvenido, ubicado en Manoguayabo, municipio de Santo Domingo Oeste. Es el segundo de seis. Tiene 15 años y cursa el tercero de bachillerato. Desde los 11 años era limpiabotas. Lo hacía durante las mañanas y en la tarde se dedicaba a estudiar.

Guillo vive solo con sus hermanos. Su madre se fue al Perú hace un año y su padre se marchó desde que “era muy chiquito”. A veces habla con él “cuando tengo un par de pesos para una recarga”. Con la madurez que a la fuerza le ha dado como lección la vida, me dice que quiere ser ingeniero civil: “Siempre me han gustado las matemáticas”, y que quiere salir del Batey para ayudar a las personas que lo necesitan, así como también lo ayudaron a él a dejar las calles. La Fundación La Merced, intervino para que soltara la caja de limpiabotas: “Ellos me decían que me podía pasar algo malo en la calle”, me dice mirando un poco lejos, notando que esa historia de trabajo es lo que es, un recuerdo.

“Cada etapa tiene su quehacer”, me insiste Mercedes Rodríguez, que se desempeña como psicóloga infantil en una escuela de Buenos Aires de Herrera, donde también funciona un dispensario médico y una guardería. La especialista nota que se invierten los roles cuando es el niño o la niña que tiene que salir a buscar el dinero. Es deber de los padres sustentar a los hijos, no a la inversa: “Los niños tienen derecho a ser mantenidos, no les corresponde a ellos mantener a nadie ni mantenerse a ellos mismos”, sostiene. Es lo que se llama paternidad o maternidad responsable, para que los hijos vivan sus etapas de manera digna.

Destinar tiempo en exceso a las labores de la casa también es considerado trabajo infantil. Por (Bayoan Freites)
La pobreza es el factor principal que provoca que los niños trabajen. Por (Bayoan Freites)
El 59% de los niños, niñas y adolescentes que trabajan viven en hogares pobres. Por (Bayoan Freites)

Cuando el hogar no garantiza sus derechos

Me ha estado siguiendo desde que llegué al batey. Aunque se mantiene alejada, noto que no aparta sus pequeños y curiosos ojos de mí. En ese momento estoy parada en la puerta de la sala de tareas que tiene Fundación La Merced en esta localidad que parece estar destinada al olvido.

Mi compañero y yo somos gente extraña. El batey se alborota un tanto con nuestra presencia y esta niña, que llamaremos Nina para cuidar su identidad, no escapa del murmullo que se forma, sobre todo, con el hallazgo de los equipos para grabar y fotografiar.

En la tarea de hacernos parte de su comunidad, nos acercamos a la gente, pero Nina, guarda la distancia. Desde donde estoy le indico que se acerque. En un gesto de duda, mira hacia los lados. Cuando nota que me refiero a ella, se acerca. Lleva un bebé entre sus brazos.

Hace un calor de espanto. Los niños se apuran para entrar a la “salita”. Hoy les toca desayuno, así que el ánimo para iniciar las clases es mayor del acostumbrado. “¿No entras?” Le pregunto a Nina, que ahora fija su mirada al interior del salón. “No”, me responde, a secas. “¿Por qué?” Le insisto. “Tengo que cuidar a mi hermanito”. Es así como ayuda a su madre que en ese momento está en la casa.

¿Pero vas a la escuela? Esta vez la negativa me la devuelve con los gestos de la cabeza. Nina no sabe leer ni escribir. “¿Cuántos años tienes?” Sus labios esbozan una sonrisa tímida y su mirada esquiva mi pregunta. “¿Qué pasa?” Ella vuelve a sonreír, pero ahora noto que siente vergüenza. Le digo que no pasa nada y que me puede contar. En ese momento ya no sonríe. Nina solo me mira fijamente como si me reprochara que no pueda entenderla.

Nos quedamos en silencio unos segundos cuando ¡al fin! logro descifrar lo que intenta decirme: no sabe su edad. Al instante, su rostro se ilumina: “¡Dime un número!” “Cinco”, comienzo. “No”. “Seis”. “No”. “Siete”... se queda pensativa. “Otra vez”. Siete, repito. Ella asiente con la cabeza. ¿Esa es tu edad? “Sí”, me contesta visiblemente emocionada.

Su hermanito se queja y ella se apura a limpiarle la nariz y consolarlo. La ternura que viste su inocencia no le permite darse cuenta que es parte de los miles de niños y niñas en todo el mundo que son empujados a crecer a destiempo a causa del trabajo.

Según datos ofrecidos por Unicef República Dominicana, unos 37,000 niños entre 5 y 13 años, dedican 15 horas o más a la semana a actividades domésticas en su propia casa, como cocinar, limpiar o cuidar a los hermanos. Esto también es considerado trabajo infantil, porque “destinan un tiempo excesivo a las labores de la casa postergando el estudio, el juego o el descanso”.

Ley que ¿protege?

- La Organización Internacional del Trabajo considera trabajo infantil “toda actividad económica realizada por niños, niñas y adolescentes, que les priva de su infancia, impide o limita su desarrollo y sus capacidades, violenta su dignidad, interfiere con su educación y les expone a peligros y abusos”.

- La ley 136-97 o Código para el Sistema de Protección y los Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y Adolescentes (Ley 136-03) recoge los Derechos de la niñez acorde con los principios de la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificado en nuestro país el 11 de junio de 1991.

- Tanto el Convenio 182 de la OIT como la Convención establecen que niño es toda persona menor de 18 años. La Ley 136-97 indica de forma más precisa que: “se considera niño o niña a toda persona desde su nacimiento hasta los 12 años; a los adolescentes a toda personas desde los 13 años hasta alcanzar la mayoría de edad”.

- Las Naciones Unidas aprobó la primera propuesta de Declaración sobre los Derechos del Niño en 1959. Sus 10 principios resultaron pocos y es por eso que Polonia, en 1978, somete otra versión provisional. No fue hasta el 20 de noviembre de 1989 cuando se aprueba el texto final de la Convención sobre los Derechos del Niño durante una Asamblea General de las Naciones Unidas. En 1990 se convierte en ley y a la fecha, solo Estados Unidos no la ha ratificado.

El problema no es que falten leyes. Lo que falta es la iniciativa y el apoyo de los gobiernos, así como de la sociedad civil, para que se cumplan. Mientras se continúe volviendo el rostro para ignorarlos, seguirán siendo los que tienen hambre, los que no saben leer, los que no pueden jugar, los que no tienen hogar, los enfermos, los irremediablemente destinados al olvido.