Cuando amenaza la tristeza

Hay días en que escribir esta columna me es muy fácil, pues ya la idea se ha anidado dentro de mí desde hace mucho tiempo y solo es cosa de ponerme frente a mi iPad y escribirla. Brotan fáciles, espontáneas, solo corregir algo y luego enviar a la revista. Algunas las dejo descansar unos días para repasarlas, repensar lo escrito, modificar algunas ideas que no han salido tan claras, o sencillamente descartarlas porque no me satisfacen a mí y no he logrado expresar lo que quería.

Estamos en tiempo de Navidad, el país se contagia de un virus donde casi todo es gozo y alegría, fiesta y merengue, regalos y celebraciones. Es la temporada de los abrazos y de los buenos deseos, donde los rencores se dejan a un lado y lo más hermoso de lo que se supone que llevamos dentro sale a flote.

Esta mañana tuve que empeñarme a fondo para desenterrar la alegría. El hombre feliz (yo) no la encontraba por ninguna parte. Abrí los ojos y una sensación de derrota me embargaba, me pesaban las piernas, había perdido la voz y dentro, muy dentro de mí se debatían los más oscuros pensamientos. Me senté en la cama y desde allí miré por la ventana. De lejos se escuchaban los motores de los repartidores de periódicos y el sonido de los mismos al caer en el vecindario. La oscuridad todavía era dueña de la ciudad, lentamente, y sin pensar mucho, tratando de ahuyentar los miedos, me fui a la cocina a colarme un café y comenzar a ensayar la sonrisa. Esto de ser feliz sí es difícil, me dije. No tengo motivos para este cansancio espiritual, ya casi es Navidad y dentro de poco Santo Domingo disimulará sus deficiencias y las lucecitas le darán un rostro de ciudad encantadora. Ese pensamiento me aturdió más. Yo, que soy el hombre positivo, el que celebra, el que perdona, el que todo lo encuentra bien. El olor a café me ayudó un poco en el ensayo de la alegría, disimuladamente miré el reloj y las manecillas marcaban las 4:40 de la mañana. Ojalá que llueva café, pensé recordando a Juan Luis. Me senté en el taburete. La calle comenzaba a llenarse de sonidos, pude ver desde mi ventana que otros edificios despertaban, cerré los ojos e hice silencio interior, respiré profundo y comencé a pedir a mi Dios que aclarara mi día, inicié como siempre, con la familiaridad a la cual estoy acostumbrado, a comunicarme con Él, desde mis temores y angustias, desde mi fragilidad e imperfección, desde mis dudas y carencias; el silencio se hizo más profundo, no sé cuánto tiempo estuve en ese estado cuando de repente sentí que ese dolor indescriptible que produce la soledad existencial comenzó a disiparse, a transformarse primero en una dulce melancolía, hasta llegar a una sutil paz interior. Había salido el sol, se abrió la puerta y Catalina, mi nieta, preparada para el colegio entró y sin decir buenos días me contó su última historia de no sé cuál o tal princesa, me habló atropelladamente de su lista de regalos que esperaba para Navidad y, todo hablado de corrido, me contó que esa tarde iría a un cumpleaños, no entendí el nombre del niño, y que ella estaba radiante.

Me contagié y, sin darme cuenta, yo también estaba feliz. Había olvidado que el secreto de la verdadera felicidad está en las pequeñas cosas. Creo que de eso tratará esta columna, hablaré de cuán fácil es ser feliz los días en que... en fin, esos días.

Ilustración: Ramón L. Sandoval

Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.