Bitácora en cuarentena

Este virus nos enseñó que el sacrificio personal contribuye al beneficio colectivo

El aislamiento social implica la separación física de mi familia, numerosa y escandalosa, acostumbrada al junte permanente. (Ramón L. Sandoval)

El coronavirus se hizo real para mí cuando escuché al presidente de la República, un martes en la noche, anunciar que menos de 48 horas después cerrarían las fronteras aéreas. Con mi hija menor estudiando fuera, la orden ejecutiva activó todas las alarmas. Pasadas las 11 p.m. de ese martes, mi hermana Miguelina le consiguió cupo en un vuelo que aterrizaba en el AILA apenas cuatro horas antes del deadline.

Por supuesto que antes de esa fecha venía siguiendo la ruta del coronavirus por Asia y Europa, donde había puesto de rodillas a naciones con mucho mayor nivel de desarrollo y recursos que nosotros. También sabía que era cuestión de tiempo que llegara a nuestro país. Con lo hospitalarios, improvisados y poco dados a respetar instrucciones como somos los dominicanos, la pandemia iba a llegar para quedarse. Estamos, literalmente, en manos de Dios.

Temprano en esa misma semana, la institución financiera para la que trabajo ya estaba organizándose para que buena parte del personal pudiera trabajar desde sus hogares, como medida de prevención. Para mí, la opción era imperativa. La llegada de mi hija del exterior nos ponía a todos en cuarentena obligatoria.

Y así comienza el relato de esta bitácora. Nos tocó reprogramar jornadas y rutinas de convivencia y de trabajo para cumplir plazos y obligaciones, evitar el tedio y cuidar la salud emocional de tres mujeres y un perro hiperactivo, confinados en un mismo espacio, con acceso permanente al internet sin filtro de malas noticias.

Este tiempo de fregado sin fin (lo de la multiplicación de los vasos en el fregadero merece una investigación científica), me ha hecho valorar mucho más el rol de Marcelina, nuestra fiel ayuda en casa, que tras 19 años con nosotros es parte de la familia.

El contacto con los amigos y conocidos también ha ayudado. Intento llamar a uno cada día y me entero de cómo van. No todos sobrellevan el aislamiento de la misma manera, ni todos tienen la despensa provista. Si te haces llamar amigo de alguien, este es el mejor momento de demostrarlo.

Desde luego, no todo ha sido fácil. El aislamiento social implica la separación física de mi familia, numerosa y escandalosa, acostumbrada al junte permanente. Claro que la tecnología ayuda, pero se extraña el café, las habichuelas con dulce, los chismes presenciales y los escasos abrazos de los sobrinos.

Confieso que me he escapado en par de ocasiones para ver a mi madre. Ella desde su puerta de cristal cerrada y yo desde el carro nos hemos tirado besos con mascarilla y conversado sobre el estado del cabello y las uñas. Tranquiliza y llena el alma saber que está bien, que todos estamos bien y que saldremos más fuertes de esto.

Esta cuarentena me ha mostrado con toda crudeza la peor y la mejor parte de nuestra esencia y de nuestros políticos. Y como nación, nos obligará a prepararnos mejor para la próxima. Ya sabemos que el mundo puede detenerse en un suspiro y cómo el respeto a las reglas puede salvar tu vida y la de los tuyos. Este virus nos enseñó que el sacrificio personal contribuye al beneficio colectivo.

También nos enseñó a valorar el tiempo perdido, a practicar la solidaridad como un ejercicio diario, a dimensionar en su justa medida la labor de los que no pueden darse el lujo de quedarse en casa, a compartir de lo que tenemos con los demás y a depender más de Dios.

Cuando esta pandemia acabe y cerremos el libro del 2020, sacaremos cuentas. Algunos lamentablemente no estarán, pero los que quedemos, seguro nos valoraremos más.

Comunicación corporativa y relaciones internacionales. Amo la vida, mi familia y contar historias.