Una relación de amor y odio

Vamos a sincerarnos... ¿a quién no le da calor la mascarilla?

Con la mascarilla, debo confesar, tengo una relación de amor y odio. (Ilustración: Luiggy Morales)

De todos los ajustes y sacrificios que he tenido que hacer durante este cada vez más largo periodo de confinamiento, el que me ha resultado más difícil de sobrellevar es el uso permanente y constante de la mascarilla. No me malinterpreten. Reconozco que, a falta de una vacuna o tratamiento aprobado, la mascarilla es el arma más poderosa que disponemos contra el coronavirus. Evita que contagiemos a otros y que el virus ingrese a nuestras vías respiratorias. Su uso es obligatorio y así debería continuar por muy buen tiempo.

Pero igual, pica y da calor. Da más calor en este verano sahariano que estamos padeciendo. Y da más calor si usted, como yo, va entrando en esa etapa de la vida de las mujeres donde “la calor” sale de los huesos y se hace insoportable. Ustedes me entendieron, ¿verdad?

Con la mascarilla, debo confesar, tengo una relación de amor y odio. Y no ayudan las vergüenzas que he pasado intentando reconocer personas mirándolas a los ojos sin otra referencia visual (¿cómo se hacen los orientales?), o describiendo a alguien como “la señora de la mascarilla de corazones”.

Llevo una mascarilla puesta, otra en la cartera y otra en el carro. De repuesto, algunas desechables para regalar si veo personas que no las llevan, sobre todo gente que trabaja en las calles y están doblemente expuesta.

Las uso con filtro, en tonos negro y gris, porque en el fondo siento que si comienzo a comprarla de todos los colores, de alguna manera estoy capitulando el deseo de que esta pandemia pase y nos permita socializar de nuevo. Dicho esto, me sorprende la creatividad de la gente. He visto mascarillas de todos los estilos, bordadas, tejidas, con logos, pajaritos, dientes y culebras.

Las he visto correctamente colocadas, como babero, como codera y como accesorio de pelo. Algunas parecen proteger el cuello de un ahorcamiento y secan el sudor. Otras cuelgan coquetamente de una oreja. También he visto, con pena y con pique, a gente que no obedece y que no las usa, en perjuicio de sí mismo y de los demás.

Ejercitarse con una mascarilla puesta es difícil, hacer una fila en la calle al mediodía para entrar a un local es difícil, intentar que un niño lleve una mascarilla por más de cinco minutos es difícil, pero enfermarse, infectar o ver morir a un ser querido por no usarla es más difícil aún, sobre todo cuando sabemos que nuestros hospitales colapsan, que no hay medicamentos para todos y que el personal médico no es suficiente y está agotado.

Es tiempo de dejar a un lado la coquetería, los intereses personales y la comodidad si queremos salir vivos de esta pandemia. De lo poco que sabemos de este virus es que mata y eso debe ser suficiente para extremar los cuidados y cumplir con los protocolos.

El uso de las mascarillas no es opcional, no es una moda y no depende del gusto. Del mismo modo que el distanciamiento social no es un invento para mantener a la gente trancada en su casa para beneficiar a un grupo de empresarios. Es un asunto de vida o muerte y debemos verlo así.

Con todo lo que pica y da calor, reconozco que la mascarilla y el distanciamiento social me han mantenido sana y trabajando. Y es mi deseo para ti que me lees. Saldremos de esto, con experiencias vividas y mejor preparados para enfrentar otras pruebas que seguro vendrán.

El país nos necesita sanos. Aunque la odies, por tu vida, ama tu mascarilla.

Comunicación corporativa y relaciones internacionales. Amo la vida, mi familia y contar historias.