De mi tía barajita y salones de belleza

En toda familia que se respete siempre hay una tía “barajita”, esa que no importa la ocasión, o a falta de alguna, va siempre de punta en blanco, exagerada en los accesorios, un “batido” en los cabellos y el pico rojo “mamacita”. Para mantener el mundo en su balance y porque el karma existe, esa tía generalmente tiene una sobrina preferida que nunca superó la fase de “marimacho”.

Yo debo ser esa, aunque con los años, la experiencia y mi campo de trabajo, he tenido que enterrar mi hacha de guerra y entender que las faldas y las perlas en algunos casos son una necesidad, igual que visitar con religiosidad el salón de belleza.

Pero que tenga que ir todas las semanas, y que mi pelo no colabore con su mantenimiento, no significa que me guste. Tengo amigas para quienes el salón de belleza es una terapia: prefieren hacerse “manos y pies” y hasta depilarse a pagar una hora de psiquiatra. Igual encuentran espacio para contar sus penas y nadie da mejores consejos que tu peluquera. Algunas, cuando se van del salón, arrastran su clientela. Es como un culto, hay que pertenecer para entenderlo.

En mi caso es al revés. El salón de belleza me estresa y, honestamente, tengo poco que contar a la manicurista. Para matar el tiempo y alimentar mi insaciable curiosidad, no niego que intento mantener mis oídos abiertos mientras intento escapar del fuego del secador sobre mi cráneo.

Y se escucha de todo: crisis matrimoniales, escándalos familiares, problemas económicos, el último chequeo médico y sobre el marido andariego de una conocida con tendencias sadomasoquistas. Si muestras un poco de empatía y pones una cara amable, es posible que al cabo de una hora sepas más de esa persona que de tu propia hija. No sé qué tienen los extraños que invitan a confidencias y detalles que no contarías a tu mejor amiga.

Pero también están los personajes de los salones que hacen de la visita un infierno llevadero: en el que frecuento, procuro no coincidir con doña Rosa (nombre ficticio, naturalmente), que llega en rolos al salón, para que no le cobren la lavada y no deja propina. Esta señora tiene la extraña capacidad de transformar el ambiente y poner a todo el mundo de mal humor. Nada le parece bien, pero no deja de ir y no para de quejarse.

Después están las que disponen de media hora para hacerse “de todo”, un reto imposible de lograr salvo que haya pagado para que cierren el salón y la atiendan en exclusiva. Ponen a todo el mundo nervioso y no están dispuestas a ceder en nada. En mi experiencia, no hay nadie más exigente que el que menos tiempo tiene para resolver.

La “novelera” es mi tipo preferido. No es que le guste verlas, es que ella hace una de su propia vida. Todo es un drama, una crisis y un show. Yo la llevo por capítulos. Estoy a punto de llegar donde la muchacha pobre se casa con el hijo rico, pero que al final ella es la verdadera heredera y la mala cae presa. Un día tendré el valor de preguntarle por qué agrega tantos capítulos a su propia vida, si la de ella parece maravillosamente normal.

En lo que pasan las horas, entran y salen las que no despegan los ojos de sus celulares, las que intentan disimular que se desrizan, las que no entienden que el rubio no es para todo el mundo y que mantenerse rubia sin serlo de nacimiento requiere de paciencia, química avanzada y un salario abultado. Y un largo etcétera.

Mientras tanto, yo sigo intentando que me guste sin dejar de admirar el trabajo tesonero de los que atienden un salón de belleza, teniendo que lidiar con amabilidad y paciencia con docenas de temperamentos, cabellos y situaciones, inhalando químicos y con las manos mojadas. Para mí, es un trabajo meritorio que requiere más habilidades y competencias que varios títulos universitarios juntos. No creo que sean lo suficientemente valoradas. Para ellos, con todo cariño, les dedico este escrito. Mi tía barajita sonríe desde el cielo.

Ilustración: Ramón L. Sandoval.