Acerca de la racionalidad y sus excesos
La modernidad y el progreso de que tanto curamos, y de los que nadie en sus cabales estaría dispuesto a renegar, constituyen, si de apariencias no me pago, el más emblemático fruto de esa formidable conmoción del pensamiento, costumbres y valores que tuvo lugar en el siglo XVIII a consecuencia de la abrasiva crítica -contumaz, implacable- desplegada por las más lúcidas e innovadoras mentes de la nunca suficientemente ponderada Ilustración.
Secuela en modo alguno desatendible del neurálgico suceso histórico a que vengo de aludir fue el triunfo, en todos los escenarios donde la influencia de Occidente preponderó, de una concepción racionalista del mundo y de la vida. En efecto, tengo por verdad no sujeta a controversia (la comparto, va de suyo, con el grueso de los estudiosos de mayor predicamento en la materia) que el racionalismo se nos presenta a no dudarlo, junto con su hermano gemelo, el individualismo, como el rasgo distintivo capital de la civilización contemporánea. Por consiguiente, siendo atributo de tan acusada significación, con la mira puesta en esquivar embarazosas ambigüedades, no se me figura iniciativa baladí proceder a determinar en los renglones que siguen a qué debemos atenernos cuando tropezamos con ese encontradizo vocablo. Veamos…
Me avengo a considerar que en su sentido más amplio y usual -que es el que ahora nos interesa- dicho término a lo que refiere es a una cierta creencia en la virtud y eficacia de la razón. Confía el racionalista en que la razón puede y debe explicarlo todo o poco menos; de ahí que no sea errado sostener que por lo que hace a la capacidad de raciocinio del ser humano muestra el racionalista una fe a prueba de escarmientos.
Vaya por delante que no me resulta difícil entender los motivos que inducen a cuantos dan por irrefutable certeza que el poder de la razón para desvelar y comprender la realidad es prácticamente ilimitado, porque después de todo, si no fuera gracias a los vertiginosos y notabilísimos adelantos de la ciencia (que juzgo la manifestación más singular y elaborada de la potencia racional humana) y, por descontado, gracias también a las incontables aplicaciones tecnológicas a que el conocimiento científico ha dado pábulo, si no fuera, repito, por el florecimiento cognitivo a que acabo de hacer mención, muy distinta apariencia exhibiría el mundo en el que estaríamos viviendo, mundo que no sería entonces aventurado calificar de tosco y desapacible habida cuenta de que ayuno de las luces de una cultura superior, se encontraría hundido aún, como lo fue en pretéritas ocasiones, en las brumas del oscurantismo, la superstición y la inmovilidad. Felicitémonos, pues, de que la colosal labor de análisis y desenmascaramiento llevada a cabo por los enciclopedistas y otros osados "philosophes" de la época antes señalada abriera el camino al debate de ideas y teorías, propiciando la implantación de los principios democráticos, los derechos humanos, la competencia y libertad de cada persona para buscar y hallar la felicidad, la igualdad jurídica de la mujer y dando lugar a todo lo ancho y largo del planeta a sociedades abiertas, tolerantes, de naturaleza laica, entre otros copiosos beneficios que a nadie que los haya disfrutado le pasaría por las mientes el extravagante despropósito de menospreciar.
Lo expuesto en las líneas que anteceden no quita sin embargo que constatemos que la presunción de que el intelecto y las disciplinas científicas pueden facilitar una respuesta definitiva y válida a cuanto problema grande o pequeño, nimio o grave el ser humano enfronta es idea en verdad muy poco razonable. Pues si de algo cabe estar ciento por ciento ciertos -nadie a quien asista un adarme de sensatez me desmentirá- es que la extraña criatura que ha recibido el nombre de "Homo sapiens" lejos está de obrar movido exclusivamente a instancias de la lógica y la racionalidad. De hecho, basta que fijemos la mirada en nuestra propia conducta -pruebe el lector a hacerlo- para que no tardemos en arribar a la conclusión de que son nuestros deseos, aspiraciones, aborrecimientos, miedos y esperanzas los que nos impulsan en determinada dirección y no en otra, comportamiento que da la medida de nuestra humana condición de seres pasionales, acusando pareja propensión psicológica una índole instintiva y, por tanto, nada accidental ni contingente, de la que el agudo filósofo británico David Hume, varias centurias atrás, estaba cumplidamente en autos.
Empero, si a las lecciones de la evidencia me remito, imposible no sospechar que por lo que incumbe a la cuestión planteada, nuestro civilizado modo de vida contemporáneo endosa un recalcitrante desdén hacia las obvias recomendaciones del sentido común… En efecto, se impone admitir que la ceguera y engreimiento que el dominio sobre la naturaleza alcanzado merced al acrecentamiento acelerado de nuestros conocimientos son el origen -lo tengo por cosa averiguada- de ese obstinado desentenderse de las claras exhortaciones de la sensatez. Así ha surgido y se ha extendido como mancha de tinta el culto de la ciencia o, si otra definición nos resulta más satisfactoria, la ciencia asumida a modo de religión. Semejante concepción cientificista que, harto me temo, al día de hoy ha calado muy profundamente en el espíritu del grueso de las personas con las que convivimos, postula la idea de que las ciencias (lo afirmaba con sobrada lucidez cierto crítico galo) "dicen el absoluto cuando sólo pueden alcanzar lo relativo, y legislan, cuando sólo saben describir o (a veces) explicar." Es resorte de simple y rápida observación (un examen detenido sería para la ocasión emprendimiento ocioso) que los cientificistas, al convertir la ciencia en dogma la desnaturalizan y pervierten, lo que en punto a la aprehensión y valoración de la realidad acarrea consecuencias funestas. No se equivocaba el matemático Henri Poincaré sino que atinaba como pedrada en ojo de boticario cuando escribió: "Una ciencia siempre habla en indicativo, nunca en imperativo." Si estamos de suerte, la ciencia nos pone al tanto de lo que es; en buena medida de lo que las cosas parecen ser, y de raro en raro nos informa de lo que será; pero de ninguna manera aclara, establece o determina lo que debe ser…
El desatino cientificista guarda relación -cosa que no me luce controvertible- con el hodierno reinado de una racionalidad reduccionista, que va de la mano con la preponderancia de cierta recurrente modalidad de pensamiento a la que el adjetivo "instrumental" cuadra a la perfección. ¿A qué pretendo hacer alusión cuando de esta guisa me expreso? A un hecho de primordial importancia que sería negligencia irreparable echar en saco roto: abandonada a sí misma la razón manifiesta un carácter abstracto y a fuer de abstracto inhumano. Los mitos y religiones que al ejercer la crítica el pensamiento ilustrado desautorizara eran sin duda fuente de poblados prejuicios, yerros, engaños y falencias, pero otrosí -flaco servicio haríamos a la verdad si lo olvidáramos- no dejaron nunca tales idearios, confesiones y credos de entender y ocuparse de esa recoleta dimensión emocional y apetitiva del alma, ávida en todo momento y circunstancia de hallar sentido a la existencia.
El pensamiento que hemos tildado con fundados motivos de instrumental, a resultas de su abstracta tesitura y su perfil cuantificador, esto es, por estar basado en el cálculo y contraerse de manera unilateral a la esfera de lo económico, material y mensurable, se revela incapaz de concebir lo que las matemáticas y la laboriosa experimentación auxiliada con sofisticados instrumentos de la más moderna tecnología ignoran: la vida, los sentimientos, nuestras pulsiones afectivas y envites deseantes, en suma, esa parte esencial de nuestra humana condición que nos define como lo que somos y de la cual sólo a un desquiciado podría ocurrírsele renunciar.
dmaybar@yahoo.com
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