Llover sobre mojado

El sector cultural debe ser un interlocutor válido del Gobierno

Hablemos de cultura, que ya va siendo hora. Pero no en abstracto, sino de la cultura como instancia social, en la misma medida en que lo son por ejemplo, los poderes fácticos, o la sociedad civil, o los mismos partidos, o las asociaciones de tal cosa o tal otra. Hablemos de un conglomerado cuyos componentes comparten, o creen compartir, una misma intención, unos mismos intereses y a veces hasta una misma concepción de la vida.

Durante años creí que el hombre contemplaba su entorno con la misma intensidad, todo por obra y gracia de una naturaleza que en lo esencial nos igualaba, y vivía de lo más bien con esa creencia. La educación, el conocimiento, la experiencia, el dominio de un área nos hacía diferentes, hasta cierto punto, pero en el fondo todos éramos capaces de sentir de la misma manera. Eso pensaba. Hasta que un día un amigo poeta, y de los buenos, cuando le argumentaba en tal sentido, me preguntó: “¿de modo que tú piensas que todos los hombres se emocionan igual ante el crepúsculo?”

Mi respuesta iba a ser, por supuesto, afirmativa. Pero ante su sonrisa, entre socrática y platónica, me vi en necesidad de replantearme el asunto y de pronto me puse a considerar, o a reconsiderar, algunos puntos básicos sobre los que ya comenzaba a tener ciertas dudas. Leí, entonces, cuanto pude al respecto y, al final, me di cuenta de que los hombres sabios, los estetas, los teóricos y unos cuantos filósofos, todos geniales y superdotados, cavilaban al respecto con extrema agudeza, pero sin resolver mis inquietudes. Antes, por el contrario, incrementándolas.

Ni lo bello, ni el gusto por lo bello (o por lo feo) ni la clasificación de lo bello (para no hablar de su definición) conseguían alcanzar en sus disquisiciones, como concepto, la perfección que esperaba y deseaba de ellos. Lo bello en sí no existe (o no, al menos, como yo imaginaba), fue lo que saqué en claro, o deduje, y además no es eterno, por más que a veces te cause esa impresión, por mucho que entre el genio de las pinturas rupestres de Altamira y el Guernica de Picasso haya una grandeza que, no obstante los siglos transcurridos, los hace, o los haga, convincentemente iguales en punto a perfección. Por eso lo importante para mí, como dominicano que, a estas alturas, aprende más de un niño que de un viejo, no es tanto la cultura como problema, la cultura propiamente dicha, sino la cultura como hecho y como resultado y, por ende, los que la hacen, mala, buena, mediocre o estupenda, y la expresan de muy diverso modo. La cultura, repito, como instancia social.

¿Cuál es, en tal sentido, nuestra actual situación? Habría que hacer, me digo, un repaso del proceso que nos ha llevado a la organización de una estructura y de unas prácticas de las que no cesamos de quejarnos, generalmente con mucha razón. Trujillo, Balaguer, los de después. Hasta hace poco no había quien se encargara del asunto de manera específica. La dispersión institucional de aquellos años pareció resolverse con la unificación que en los papeles produjo la creación de un ministerio ad hoc. Pero fue un espejismo, porque la tendencia a la informalidad que nos caracteriza hizo que, poco a poco, la unificación conseguida (y necesaria desde un punto de vista organizativo) diera paso de nuevo a lo de siempre, y de los reinos más o menos autónomos de la etapa anterior pasamos al capillismo democrático del presente.

El problema empezó a ser, entonces, el llamado sector cultural, que es en sí mismo el quid de la cuestión. Mientras ese heterogéneo conglomerado no se ponga de acuerdo en torno a sus aspiraciones, por un lado, y a la política cultural, posible y necesaria, del estado (para inducirla, modificarla y enriquecerla), por otro, no habrá manera de alcanzar la debida correlación entre sus aspiraciones y la mejoría de la oferta oficial, siempre escasa y, a menudo, carente de visión. Tengo para mí, para decirlo rápido, que el sector cultural, si desea, de verdad, al menos acercarse a lo que busca, debe convertirse, lo primero de todo, y como colectivo, en interlocutor perfectamente válido del gobierno de turno, sea cual sea, para, a partir de ahí, establecer acuerdos y compromisos cuyo cumplimiento, llegado su momento, le sea posible reclamar sin titubeo. Tiene, en fin, que dejar de ser el furgón de cola del tren de unos partidos y de unas campañas en las que, en términos de imagen y recaudación del voto, hace un trabajo intenso y se ilusiona con unas promesas que se convierten luego, sobre todo presupuestariamente, en agua de borrajas.

¿Cómo se consigue esa mezcla de autonomía y fortaleza que sugiero? Como ya he dicho. Primero organizándose, y luego negociando el apoyo preciso en el dando y dando de la brega política. Tiene dicho sector que superar sus diferencias internas, las rebatiñas y los pleitos de cada cuatro años y, sin dejar de apoyar, como individuos, la opción que entienda válida, negociar, como instancia con fuerza suficiente, cuanto le ataña y resulte posible, ni más ni menos que como todo el mundo. Su contraparte o su interlocutor no debe ser, en resumidas cuentas, ningún ministerio, ni ningún ministro, sino, antes, el sector político, encarnado en los partidos, por la simple doble razón de que es el que está en condiciones de establecer acuerdos y el que, al final, maneja el presupuesto, sin cuyo respaldo no hay cultura que valga.

Le corresponde, pues, llegar ahí, dar ese salto, valiéndose para ello de sus habilidades y su inteligenia, que le sobran, aunque las mal emplee. No propongo que se convierta en un sindicato, sino que haga un esfuerzo organizador de cada uno de sus distintos componentes, lo cual no es imposible, y construya una plataforma unificadora y convergente que le permita defender (frente a los otros) los puntos de un acuerdo interno previamente negociado, única forma de reclamar, como instancia social, lo que conviene no seguir posponiendo.

Soy consciente de que el diálogo que planteo, porque no es más que eso, no tiene nada de original ni puede extrapolarse. Pero aquí, entre nosotros, me parece una fórmula válida para salir del trance en que, al respecto, se hallan ambos sectores, uno, el cultural, por desorganizado, y otro, el politico, por falto de interés. Estoy seguro de que ahí está la clave del entendimiento mutuo, y eficaz, en cuanto a la cultura como instancia social (no como ejercicio individual) y no estaría de más que dediquemos unos minutos a pensar seriamente si la propuesta tiene asidero, o no. También sé que no es fácil prescindir de ciertos hábitos cuatrianuales que emborrachan al sector un par de meses (una vez desplazados los que estaban y colocados los que van a estar) antes de sumergirse en el mismo terreno pantanoso de lo que no se puede por carencia de acuerdos. El primero que duda de que esa prescindencia se concrete soy yo, porque tonto no soy. Pero aun así la propuesta en cuestión me sigue pareciendo pertinente, y por eso la hago.

Dicho de otra manera, que hasta que no se den los pasos necesarios en ese sentido, debemos resignarnos a seguir en lo mismo: contemplando el manejo voluntarioso e inconsulto de nuestro patrimonio; la intervención de gente que no sabe de eso en el área cultural; la exclusión de los que sí saben; el ensoberbecimiento y el refunfuño de los que creen que son los que más saben; el desconocimiento del potencial aporte del sector en el terreno educativo; la extraordinaria desigualdad presupuestaria con relación a otras instituciones —con el agravio comparativo que de ello se desprende—, y el larguísimo etcétera que viene acto seguido y que no es necesario seguir enumerando.


Escritor, profesor y diplomático dominicano.