Dado al siete

¿La literatura nacional está de tal manera vinculada a la lengua que no permite asumir como propios los textos de nuestros escritores que han optado, por conveniencia o por olvido del español, por el inglés?

Pensaba contarles, con pelos y señales, una conferencia que di en Ottawa (Canadá) en una feria del libro iberoamericano a la que me invitaron para que hablara de algo que preferentemente tuviera que ver con mi país. Pero no lo haré. Me limitaré a decir que este tipo de compromisos son a veces difíciles, más de lo que la gente se pudiera pensar. No digo dar una conferencia, que está al alcance de cualquiera, como vemos a diario, sino ciertas conferencias, como la de esa vez. ¿Por dónde comenzar?, se pregunta uno. ¿Cómo carajo captar la atención de un público que no tiene una idea mínimamente clara, si acaso tiene alguna, acerca de lo sustancioso que haya o pueda haber en una sociedad como la nuestra? Ante la duda, les pregunté a los organizadores de qué les interesaría que hablara y me dijeron que de lo que quisiera.

Así que me dispuse a llenar los cuarenta minutos que tenía por delante de estadísticas, de primacías sin cuento, de la ristra de sacrificios más o menos heroicos que habíamos hecho para llegar a lo que somos hoy, de la extraña mescolanza que nos caracteriza, de la permanente asunción de lo ajeno en lo propio, de la duda sobre qué, exactamente, pueda ser esto último (lo propio); de todo eso y de más, si así lo deseaban. Un diplomático es, al fin y al cabo, o debería ser, un buen propagandista de lo suyo. Pero el final me decanté por elaborar, en correspondencia con la naturaleza del evento, un panorama entre histórico y sociológico, hasta donde me fuera posible, de nuestro desarrollo cultural, y tomé notas, reflexioné unas horas, me organicé por dentro, y me planté delante del micrófono.

Odio las conferencias que pasan de cuarenta minutos (mi tope son 45) y no me solidarizo ni felicito a nadie que me tenga más de ese tiempo sentado y escuchando lo que quiera decirme. Una vez acudí a un profesor para solicitarle ya no recuerdo qué carta de recomendación para no sé que ayuda que después no me dieron y me dijo que estaba por marcharse del despacho, que lo esperaba un tren, mientras iba metiendo sus papeles en una cartera; pero que le dijera lo que deseaba, porque no hay nada, por complejo que sea, que no se pueda resumir en sesenta segundos. Y es verdad. Yo lo hice.

Se lo dije hasta en menos, por la cuenta que me traía, cuando ya iba saliendo. A lo mejor por eso no me sirvió de nada.

Pero hay quienes, por incapaces o desconsiderados, cuando no las dos cosas, no hacen nunca ese esfuerzo. Hay gente que llega a la adultez y todavía no sabe resumir ni apiadarse de nadie cuando se trata de exponer lo que sea, y te tiene una hora, u hora y media, rizando el rizo de lo que cree importante, sin darse cuenta de que, a partir de un momento, que viene a coincidir con los tres cuartos de hora, ya no hay quien los escuche, y mucho menos si tiene su celular a mano. A esa gente le dices diez minutos y a los treinta hay que empezar a mandarle papelitos para que se contenga.

En cuanto a mí y a la ocasión aquella, digo que a la hora en punto saludé a los presentes, señoras y señores, y arranqué con mi charla, esbozando, de entrada, un panorama de lo que debió de ser el trasvase humano y urbanístico de nuestros primeros años y de los personajes empeñados en hacer una réplica ambiental y lingüística de lo que acababan de dejar en España (diez minutos). Luego pasé a los siglos siguientes, XIX incluido (casi quince minutos) hasta llegar al XX, con todo y dictadura. Todavía me quedaba un cuarto de hora y estaba más o menos a tiempo de acabar el compendio y sentirme, al final, como Lope de Vega cuando acabó el soneto que todos conocemos, y, de pronto, se me abrió un gran vacío, un socavón emocional que me dejó sin habla unos segundos. Menos mal que en el podio había un vaso de agua.

No fue que me atascara a la hora de explicar el triste y a la vez fructífero maridaje entre la dictadura de Trujillo y el desarrollo cultural del país (que no hay quien lo niegue, ergástulas aparte), ni que se me enredaran las ideas a la de escoger a los representantes del momento, pues no hablaba de nombres ni de obras, hablaba de un proceso, sino que de repente me topé con que había que referirse a la vida y, por lo tanto, a la literatura, sobre lo que versaba mi discurso, que nuestros compatriotas hacían fuera del país. Al llegar a ese punto, comprendí que teníamos un problema, aspectos que aclarar, datos que precisar, cánones que establecer, panoramas que completar.

Una de las experiencias más interesantes de mi vida consistió en descubrir, de sopetón, como quien dice, hace ya muchos años, que la imagen del emigrante que siempre había tenido no se correspondía para nada con la del emigrante con que, por razones oficiales y personales, me veía complacido de tratar. Ahora ya no era asunto de me voy para no volver, o a triunfar para ver si vuelvo. Ahora la emigracion venía a ser de ida y vuelta, como quien dice. Era (y es) una emigracion de me voy, me voy, pero me quedo, como el famoso verso, y que, además, se resistía a perderse en la niebla del olvido, como sí les pasaba a los de antaño. Y la dominicana ni escapaba ni escapa de eso. La emigración dominicana (no sé de otras) es, en cierto sentido, como una clonación del país. Están, dondequiera que estén -aunque más en EEUU que en cualquier otra parte- allá y aquí a la vez, yo no sé cómo lo hacen. Los hay incluso que se sienten más aquí que allá, estando fuera, yo conozco algún caso, y sufren, claro, más. Pero ese es otro tema, otro motivo de reflexión.

Lo que quería decir, volviendo al que me ocupa, era que, al llegar a ese punto de mi charla y tener que exponer la situación, hablando en general, de unos artistas y, en particular, de unos escritores que se esfuerzan en la lejanía por escribir de lo que pasa aquí, como si nunca hubieran salido del país, se me planteó, como he dicho, un problema. ¿Cómo encajar esa producción, en algún caso muy interesante, y hasta importante, si un día nos decidimos a pasar balance, dentro del corpus de la literatura nacional? ¿Habrá otros vínculos, fuera de los emocionales, que nos hagan sentirlos tan de aquí como los que nunca han pasado por la misma experiencia? Confieso que no me resultó sencillo de explicar, y que se me complicó más cuando al hablar de ellos y sus libros -una simple mención, naturalmente-, tuve que referirme a los que no escribían en español, sino en inglés.

¿La literatura nacional está de tal manera vinculada a la lengua que no permite asumir como propios los textos de nuestros escritores que han optado, por conveniencia o por olvido del español, por el inglés? La pregunta no es fácil de responder. Hay más de un libro que habla de lo dominicano de manera excelente y que, no obstante eso, dificulta la asuncion del conjunto porque, entre el narrador y el lector, se levanta, inmutable, el muro del idioma. Sé que no es un fenomeno nuevo. Sé que pueden citarse decenas de países que han pasado por el mismo trastorno -por múltiples razones-, escritores que han corrido la misma aventura; aunque sé, al mismo tiempo, que a nadie se le ocurre considerar como literatura rusa o, digamos, noruega, lo que no ha sido escrito en esas lenguas. Es como cuando tratan de hacer pasar por propios, en una historia de la literatura “en” español, textos de la literatura catalana. Y también sé, por último, que el tema es complejísimo y variado y que no tengo tiempo ni espacio para más, salvo para decir que salí de la charla, si bien algo turbado, más dispuesto que nunca a prestarle al fenómeno la atención que requiere.


Escritor, profesor y diplomático dominicano.