¿Peligra la democracia?

En el país es cada vez más notorio el desinterés de la población en buscar soluciones colectivas a problemas que afectan también las vidas particulares

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Lo diré con palabras del filósofo catalán Gonçal Mayos: «¿Una “sociedad de la incultura” puede continuar siendo democrática y/o hacerse cargo de sus problemas crecientemente complejos?». Él lo pone en duda y provoca acompañarlo.

No habla de cultura como la entiende el común de la gente. Habla de ese bagaje mínimo requerido para tomar decisiones razonables e informadas. Para tener ideas propias y evitar que otros piensen y decidan por nosotros. Su ensayo La sociedad de la incultura aborda otras aristas del problema, pero esa pregunta apunta al fundamental: si la democracia podrá sobrevivir a la marginación de lo público, fruto del endiosamiento de la productividad, por una parte, y del ocio banal y del consumo, por la otra.

Obviamente, Mayos tiene puesta la mira en las sociedades occidentales desarrolladas, en particular las europeas, zarandeadas desde hace años por la incertidumbre y conflictos diversos, parejos a un avance tecnológico exponencial progresivamente excluyente, pero sería buen ejercicio responder a su pregunta desde nuestras circunstancias.

En el país es cada vez más notorio el desinterés de la población en buscar soluciones colectivas a problemas que afectan también las vidas particulares. Hay una indiferencia preocupante frente a la erosión de los derechos, mientras crece la oposición ultraconservadora a la conquista de otros. El de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, por ejemplo. En contraposición, las llamadas «ejecuciones extrajudiciales» son defendidas por amplísimos sectores como una necesaria profilaxis. A los supuestos o reales delincuentes (pobres siempre) «hay que darles pa’bajo».

Aun cuando es verdad de Perogrullo que las redes sociales no son el país, sí radiografían la ignorancia mayoritaria de lo que sucede en nuestras narices. De ahí que la discusión política le huya a la reflexión como el diablo a la cruz, y prefiera el fangal del insulto. No solo sucede con la política, terreno de pasiones, sino con casi absolutamente todo.

¿Quién ha exigido hasta hoy a los candidatos en los dos niveles de elección de mayo presentar programas? Incluso los grupos de poder económico, más interesados en el Ejecutivo que en el Congreso, solo han querido saber sobre lo que les concierne. El resto es prescindible. Si hubiera medición de audiencia de los debates «alternativos» entre los candidatos presidenciales y congresuales desdeñados por las organizaciones corporativas, podríamos confirmar lo que suponemos: el interés ha sido mínimo.

Parafraseando a Mayos, coyunturas como la electoral se sirven más de las emociones que de hacer pensar sobre el futuro, lo público, lo político y la calidad de la democracia. En este contexto, que no es único pero sí ejemplar, el porvenir del país -es decir, el de cada uno de nosotros- pasa al dominio exclusivo de sectores día a día más reducidos, mientras la población se vuelve a su vez más ignorante, más «inculta» y más alejada de la complejidad social. Y eso, desde luego, no es democracia.

Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.