El ocaso del humanismo (1 de 3)

A buen seguro que a ninguno de los escamados lectores familiarizados con mis ideas cogerá de nuevas que el autor de estas infractoras cavilaciones se sume al número de quienes sostienen con taciturna convicción que en los días que corren los otrora bien quistos y respetados studia humanitatis sólo se granjean el desdén de la gente que priva en ilustrada, y que el humanismo, durante prolongadas centurias ideal supremo de la civilización occidental, ha sido defenestrado y, a punto de sucumbir, yace agónico sin que nadie se compadezca de su desventurada suerte.

Empero, como hago cuenta de que no será exigua la cantidad de personas que al leer el párrafo que antecede me acusarán de faltar a la objetividad y alegarán que dramatizo y abulto los hechos, como me inculparán, repito, dichos objetores de que habría el autor de estos renglones incurrido en abusiva hipérbole al juzgar por modo tan escasamente halagüeño la actual situación de las humanidades y del humanismo; y en resolución y para poner la tapa al pomo, como estoy otrosí inteligenciado de que a no dudarlo pareja opinión atentatoria de mi credibilidad es la que con manifiesta certeza correrá con la fortuna de imponerse entre cuantos tuvieren el capricho de asomarse a este escrito, entiendo que procede, en orden a derramar luz sobre el asunto -grave si los hay- que estamos sometiendo a escrutinio y a descartar de una vez por todas las recusaciones de los pugnaces contradictores que me plugo traer a colación líneas atrás, recordar, así sea a humo de pajas, lo que representó el humanismo en términos de adelanto, refinamiento y cultura en el período glorioso de su florecimiento.

Pues tengo por axiomático -y creo contar en tal certidumbre con el respaldo de las mentes más brillantes que acerca de semejante cuestión han meditado- que el surgimiento del humanismo en la Italia renacentista significó, por lo que toca a la concepción del mundo y a la manera de experimentar la existencia, un punto de inflexión de tan incalculable trascendencia para la sociedad que no pienso recargue las tintas al asegurar que fenómeno espiritual de tan infrecuente y definitivo relieve sólo es comparable a aquellos irrepetibles años de vertiginoso ascenso de la conciencia humana, cuando dos mil quinientos años atrás prodújose el celebérrimo "milagro griego", suceso que perfiló el pensamiento y la sensibilidad de lo que hoy conocemos como Antigüedad Clásica; momento histórico cuyos memorables logros en materia ética, política, jurídica, filosófica y artística substancian los valores más acrisolados y permanentes a partir de los cuales se configurará (testimonio del potencial creador del hombre) la específica índole de nuestra civilización occidental.

De lo que vengo de aseverar es lícito colegir que, al menos en los confines culturales de Occidente, sólo hemos presenciado dos coyunturas de importancia capital por lo que hace a los progresos decisivos en la vida de la razón y en las razones de la vida; y esos dos emblemáticos avances en nuestra revuelta historia de indóciles criaturas abocadas al estupor supremo de la muerte no son otros sino el alongado y fecundo período del clasicismo antiguo y la etapa más próxima a nosotros del Renacimiento, cuando volteando la mirada hacia las obras portentosas de la Roma republicana e imperial y empeñadas las más geniales mentes en recuperar ese pasado grandioso, nació el humanismo y con él el sentido de la historia y el espíritu de la modernidad.

Entonces, si se me pregunta ¿qué es un humanista?, sin hesitación responderé: aquel que postula la dignidad del hombre en virtud de su condición humana y el respeto inherente a semejante dignidad. Para el humanista es el hombre, (el terrenal, concreto y tangible) el alfa y omega de su solicitud y afanes. Se propone el humanista afrontar el crucial desafío ético de cómo debemos vivir partiendo de los conocimientos positivos que se tienen acerca de la naturaleza humana y el comportamiento de los individuos en el mundo real, lo que, entre otras cosas, supone rechazar todas las doctrinas trascendentalistas, en particular las religiosas, que pretenden explicar la fuente del valor y de la moralidad acudiendo a poderes sobrenaturales de la clase que sea. La premisa fundamental del humanismo se afinca pues en la idea y convicción de que el ser humano, por el mero hecho de serlo, merece se le tribute reverencia, miramiento y estima.

Por lo demás, si algo no está sujeto a controversia es que en no chica medida algunas de las más preciadas conquistas sociales de que hoy disfrutamos deben ser en justicia abonadas a la acción liberadora del pensamiento humanista, que en la Época de las Luces generó las condiciones espirituales que darían soporte a las vigentes instituciones democráticas, a la concepción laica de la sociedad, a los derechos del hombre y al vertiginoso progreso de la ciencia y la tecnología… logro nada irrisorio.

Ahora bien, es resorte del tan vilipendiado sentido común reparar en el hecho de que el principio humanista líneas atrás definido, que consiste en proclamar a guisa de verdad irrecusable el valor innato de la humanidad, de un lado expresa una visión optimista acerca de nuestros congéneres que, por mor a las lecciones de la más ostensible experiencia cotidiana, no me siento inclinado a refrendar; y, del otro, pareja creencia, al exaltar la condición humana tiende a convertirla en una esencia, en un absoluto, y suele desembocar en una suerte de religión del hombre en la que este vendría ahora a ocupar el lugar que antes se le reservaba a Dios.

En lo que me atañe, si algo tengo por inobjetable, es que la entidad que calificamos de "humana" es una realidad histórica que una concreta sociedad, modo de vida y civilización se complacen en reconocer desde el litoral de las aspiraciones y los deseos del común de la gente. Me asisten sustanciales razones para no incurrir en la ligereza de alimentar ilusiones acerca de la conducta de mis conciudadanos. Demasiadas atrocidades y estupideces ha cometido el género humano desde que empezamos a tener noticia verificable de sus acciones como para suponerle poseedor de virtudes de las que ha demostrado reiteradamente carecer. Y es por ese motivo que comparto la opinión crudamente realista de La Mettrie cuando decía: "deploro la suerte de la humanidad; por decirlo así, no podría encontrarse en peores manos que en las suyas."

He aquí, sin embargo, que la cuestión que hace al caso debatir es la siguiente: ¿es imperativo creer en el hombre para aspirar al bien de los individuos? Si el lector me gratifica con una mínima ración de paciencia, en las reflexiones que a continuación abrigo la esperanza de estampar, ensayaré dar respuesta a la inquietud que pareja interrogante plantea, que del espinoso tema en que nos hemos embarcado queda bastante más que el rabo por desollar…

dmaybar@yahoo.com