Cuando maduramos…

Maduramos cuando aceptamos el conflicto entre lo real y lo aparente y optamos por imponer la verdad de lo que somos; por achicar la brecha que nos distancia de nosotros mismos.

Ralph Waldo Emerson

Madurar no es una bondad de la biología, tampoco de los años. Es una determinación consciente que nace de comprensiones y escarmientos. Obvio, precisamos del tiempo para incorporar esa decisión como principio de vida; también de las vivencias, sobre todo de las adversas, porque ellas nos ayudan a reconocer el justo lugar y valor de las cosas, así como los límites de nuestras pretendidas suficiencias. Ralph Waldo Emerson, poeta y filósofo estadounidense, se refería a esta cara de la madurez como aquella edad en la que uno ya no se deja engañar por sí mismo. 

Madurar tiene que ver con equilibrio; con percibir la perspectiva más proporcionada de la existencia; con acatar la vida en su libre e ineludible discurrir.

Quien madura no precisa de excusas para dispensarse ni de juicios ajenos para validarse, tampoco de imágenes prestadas para ganar aceptación. Se basta a sí y a su propio valor. El escritor estadounidense Frank Yerby entendía que la madurez se alcanza el día en que no necesitamos mentir sobre nada. En otras palabras, cuando decidimos ser nosotros, considerando la mentira como la inconsistencia entre lo que sentimos, creemos o pensamos y lo que declaramos. 

El equilibrio que reporta la madurez atiende en buena medida al arrojo de aceptarnos; de abandonar la resistencia a ser; de exponernos sin temores ni culpas; de asumir los riesgos de nuestras elecciones; de vivir la coherencia entre lo que somos y lo que mostramos; de no tener mayor estima que lo que realmente importamos. 

Y es que las presiones del orden formal nos empujan a construir una personalidad conforme a lo que los demás quieren ver en nosotros. Ese “yo aparente”, hecho a semejanza de los patrones convenidos, riñe con nuestra personalidad íntima, ordinariamente reservada. Entre las dos personalidades se abre un hondo vacío de vida, a veces lleno de culpas, otras veces de frustraciones. 

Maduramos cuando aceptamos el conflicto entre lo real y lo aparente y optamos por imponer la verdad de lo que somos; por achicar la brecha que nos distancia de nosotros mismos. Recuerdo a Robert Louis Stevenson, novelista escocés, cuando escribió esto: “ser lo que somos y convertirnos en lo que somos capaces de llegar a ser es el único fin en la vida”. 

Madurar es negar el dominio de las cosas, dejar el estrés por la opinión ajena, rescatar el valor de las pequeñas vivencias, vivir el sentido del desapego, perder asombro por lo humano, aceptar las fallas sin reclamos, aprender de las caídas sin resabios, perdonar como hábito de vida, tolerar las diferencias, convivir en armonía con nuestras imperfecciones…

Creo que madurar no es acumular experiencias, es consolidar convicciones. Hay personas que han vivido intensamente sin aprender lecciones consistentes de existencia. Conozco a muchos experimentados pero inmaduros, aunque, como decía Alicia Keys, la madurez y la experiencia son alas de la misma liberación. 

Vivir el estado de evolución emocional que supone la madurez es tomar control de la vida. Todo regresa a su verdadero tamaño: los bienes se valoran como una oportunidad para hacer; el éxito, como una memoria de nuestros esfuerzos y la gente como un espacio inmenso para invertir espiritualmente.  Al final, la madurez viene con la fermentación de la vida en las reservas de los años al precio de una decisión audaz. l

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.