¿Afroamericanos ninguneados?

En República Dominicana los negros estadounidenses son bien tratados

Respetar los asuntos internos del país anfitrión es regla de oro en la diplomacia, a la que se añade guardar para los canales correspondientes, alejados de la vista y el escándalo públicos, cuantas quejas enturbien las relaciones. Como exembajador en Washington y activo aún en el servicio exterior dominicano, la prudencia y normas me obligan a la discreción, sobre todo si median temas controvertidos tal sería el estado del respeto a los derechos humanos en el país del Ku Klux Klan, los Estados Unidos.

Puedo hablar, empero, con entera libertad sobre experiencias familiares (cuatro hermanos, mis cinco hijos educados en los Estados Unidos y dos de ellos, al igual que dos nietos, norteamericanos), al margen por completo de mis responsabilidades diplomáticas. Una de ellas es aleccionadora y muestra vívidamente el sentir de nuestros ciudadanos y autoridades frente a los norteamericanos blancos, negros, mulatos, indios, hispanos o cualquiera de las más de 400 clasificaciones de nativos. Mi relato se circunscribe a cuando una de mis hermanas, con más años vividos en los Estados Unidos que en República Dominicana, casó con un afroamericano y este decidió hace poco conocer in situ la familia y orígenes culturales de su cónyuge.

Mi cuñado pertenecía a ese casi setenta por ciento de estadounidenses que nunca han salido de su país y carecen incluso de pasaporte. Su epifanía alejado del ámbito de su círculo y experiencias personales, comenzó en Puerto Plata, a un par de horas de vuelo desde donde reside, en Naples, en la costa oeste del sur de la Florida. Se aventuró fuera del hotel movido por la curiosidad propia de quien accede a un mundo nuevo, y decidió regalarse una caminata al amparo de la fresca brisa marina, motivado por el contacto directo con una geografía desconocida.

Ignoraba que el dominicano es poco dado a las caminatas urbanas. Exjugador y entrenador de baloncesto, con una estatura que sobrepasa con creces los seis pies, llamó la atención de una patrulla policial. Con la cortesía propia con que los agentes del orden usualmente tratan a un extranjero que no domina el español y de quien de inmediato asumen es norteamericano, le preguntaron como pudieron que si estaba perdido, que si necesitaba lo llevaran a su hotel. Extrañeza total. La experiencia de un afroamericano con la Policía de su país es muy diferente, como se deduce de lo acontecido con George Floyd en Minneapolis y que catapultó el movimiento Black Lives Matter. 

Ya en contacto con mi familia en Santo Domingo, contó sus impresiones iniciales de la República Dominicana. Importantes porque revelan un mundo inédito, una verdad que obligatoriamente fuerza a una comparación con sus instancias limitadas a una realidad y circunstancias: el país de nacimiento y el monopolio que impone el hábitat social en singular, un solo universo y la pertenencia exclusiva a un colectivo reducido. En su caso, la minoría afroamericana, apenas un doce por ciento de trescientos y tantos millones de habitantes, y aún con el lastre a rastras del pasado infame de la esclavitud pese a sus casi doscientos años de caducidad.

¿Qué contó sonriente y que me sumió en un estado reflexivo cuando me lo relataron? Que por primera vez en su vida se sintió libre de discriminación racial, que a nadie le había llamado la atención el color de su piel y que, sin hablar una palabra de español, era bienvenido y había logrado hacer amigos en un santiamén. De su narrativa social como afroamericano en su país de origen conozco poco y nunca indagaré. No logro aún recuperarme del abatimiento que me produjo la lectura reciente de las memorias de Alfred Woodford (Celda de aislamiento, en español), afroamericano que pasó más de treinta años en encierro arbitrario en cárceles del sur profundo norteamericano sin cometer delito alguno, y que él atribuyó hasta el momento mismo de su muerte, pocos meses ha, al color de su piel y a su empeño de mantener su dignidad como humano en todo momento. Que conste, el encierro en solitaria es una violación a los derechos humanos, óbice inexistente para que cincuenta mil norteamericano sufran ese tipo de castigo, considerado por las Naciones Unidas como una forma de tortura. En el caso de mi cuñado sé, por boca de mi hermana, que creó una fundación para ayudar a jóvenes deportistas de color y fracasó en el empeño de abrir una cuenta bancaria. Más que mucha o poca melanina en la piel, en la tierra que más amó Colón importa la fortaleza financiera para que un banco te dé servicios.

De la visita de mi cuñado a la tierra natal de su esposa, dos hechos quedan como verdades absolutas y resumen cierto de una experiencia para él inolvidable: un empacho por una ingesta excesiva de chicharrones de Villa Mella, que él enmascara como alergia a la yuca. Y para mi hermana, la petición reiterada de su esposo que a como dé lugar quiere hacerse dominicano.

¿Qué contó sonriente y que me sumió en un estado reflexivo cuando me lo relataron? Que por primera vez en su vida se sintió libre de discriminación racial, que a nadie le había llamado la atención el color de su piel y que, sin hablar una palabra de español, era bienvenido y había logrado hacer amigos en un santiamén.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.