¡Callémonos!

No hay que ser sabio para saber dónde se alojan nuestras carencias: están a la vista, expuestas con fría arrogancia; son tantas que intimidan. Sin embargo, creo que entre ellas se cuenta una probablemente inadvertida: ¡el silencio!

Somos una sociedad ruidosa. Nos cuesta callar para pensar, planificar y decidir. La estridencia es una marca emotiva de nuestra identidad. Tenemos que hacer bulla de todo: de lo que pensamos, hacemos, sentimos y tenemos. Vivimos la espectacularidad del eco. Parece que procuramos el ruido no solo para solear el ocio sino para evitarnos; nos cuesta confrontarnos con nosotros mismos. Quizás sea la falsa y medrosa manera de orillar la vida y sortear el llamado interior a viejos adeudos de conciencia colectiva. Y es que como decía Benedetti: “Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio”.

Provocar la atención es parte también de ese ruido cultural que nos “distingue” por aquello de que “al dominicano le luce todo”, una autopercepción muchas veces sobreestimada. Nos encanta mostrar; ostentamos hasta de lo que carecemos. Nos gusta rumiar el éxito, los logros y las tenencias. A propósito: decía mi padre que el dominicano no se siente rico mientras no lo declara o no lo muestra. ¿Cómo explicar razones para ver una yipeta de tres millones aparcada en una casita de zinc o para contar un salario de veinte mil pesos con Samsung Galaxy 10?

Lamentar nuestras tragedias es otro color del mismo ruido cotidiano. A veces pienso que nos importan más los problemas que las soluciones porque estas nos roban motivos para quejarnos, experiencia que parece excitar un incomprensible y hasta sádico masoquismo. Y es que tenemos opinión de todo, pero de nada quedamos conformes. La crítica lúdica es nuestro primer entretenimiento. Y nadie se salva, porque, aparte de cualquier razón, sabemos de todo ¡y cuidado con quien lo dude!

El vocerío de los medios de masas no solo es indigesto; es tóxico. ¡Cuánta ignorancia elocuente! Gente sin formación, desinformando. Voces insultantes y ramplonas ensucian como oficio obligado el ambiente mental que precisamos para explorar rumbos de mejores convivencias.

De los medios electrónicos se suelta cada mañana un alud de improperios y sandeces que sofoca cualquier cuidado aséptico de la espiritualidad, y ni hablar del comercio de la opinión: una retorcida manera para, en nombre de la libertad de expresión, mancillar, condenar, inducir, extorsionar y torcer. Lo peor: casi siempre se hace por encargo. Nadie ha medido el impacto de esa comunicación mendaz, instigadora y vocinglera en la violencia que abate la paz: es viralmente perniciosa; potencialmente inflamable.

Mi mejor aspiración es una sociedad callada; no por sumisión, miedo o deserción, sino por convencimiento. Y no hablo de amorrar la denuncia o amordazar la protesta, sino de guardar un silencio reflexivo que nos ayude a pensar constructivamente; que disipe las distracciones de nuestras “cherchas” y el sentido de festín que domina o anima nuestras dejadeces. Precisamos del silencio racional o espiritual para crear, incubar ideas y repensar rumbos. Recuerdo a Maurice Maeterlinck: “El silencio es el sol que madura los frutos del alma”.

Los medios nos entretienen con el día a día; un ruido apaga al otro. Así rueda nuestra rutina errante y líquida, sin más perspectiva que el hoy. Detrás de cada rumor (inducido, fabricado o contingente) se bate, en la sombra, alguna trama o un barato motivo para un meme.

Estamos hastiados de que nos analicen con filtros tan grises y banales como los que en los medios tamizan nuestras verdaderas tragedias. Los temas estructurales no despiertan interés a menos que tengan alguna arista que pinche el morbo o genere un ruido. ¿Y qué decir del debate? Es el ejercicio más inútil del mundo en una sociedad que todavía no tiene sentido para discernir la ancha frontera que separan las ideas de las condiciones personales de los postulantes. Siempre termina en una olimpíada de descalificaciones.

Ganaríamos mucho si enviáramos al cautiverio a los “politólogos”, a los enciclopedistas empíricos, a los sabelotodo y a los teóricos profesionales de la opinión “oficial” (cuyo oficio más plausible es exaltar la intrascendencia), pero la tolerancia es parte de la convivencia civilizada. Lo peor es la avalancha de seguidores que atraen sus escándalos: un público adocenado cuyo ejercicio racional más complejo es repetir con dificultad lo que oye o lee. Es entonces cuando envidio a los ciegos y a los sordos.

Dejemos a la inteligencia respirar en el silencio. Necesitamos de un ayuno de palabras y más introspección productiva. Esa facundia ociosa, vacua y repetitiva asfixia, embrutece y... envenena. Hagá-monos un favor: ¡Callémonos!

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.