¿Ciudadanos del desorden?

El pueblo demanda una institucionalidad más eficaz, transparente y funcional, y es ahí donde la clase política agotó reservas. Perdió capacidad de respuestas y fuerza de reinvención.

Me sedujo por un momento la idea de la alcaldesa de Santo Domingo de disponer carriles de circulación para bicicletas en algunas avenidas. Compartí la intención, pero sospeché el resultado. Sucedió lo ineludible: motocicletas de delíveris y de la propia Amet transitando relajadamente por la ciclovía. ¿Y qué decir de las yipetas cuando atraviesan salvajemente las defensas para hacer rebases imprudentes? A pesar de la frustración, saludé la iniciativa, pero más como experimento de sociología urbana. Ella prueba a otra escala la distancia que nos separa de una convivencia mínimamente ordenada, esa que resulta de una experiencia dilatada del desarrollo.

El tránsito es uno de los espejos más limpios para apreciar las señales de ese nivel. Y no hablo de progreso, noción que, desde mi perspectiva, propone una idea diferente. He escrito hasta el empacho sobre la distinción entre progreso y desarrollo y no me cansaré de redundar: el progreso es riqueza material, el desarrollo es bienestar humano; el progreso es una condición surgida, el desarrollo es un estado conducido; el progreso es episódico, el desarrollo es estructural; el progreso revela las desigualdades, el desarrollo las equilibra; el progreso disgrega, el desarrollo incluye. El progreso es una masa de vehículos circulando por las avenidas; el desarrollo es un transporte colectivo ordenado y fluido; el progreso es la oportunidad de comprar un vehículo nuevo, el desarrollo es no necesitarlo porque existe un transporte público suficiente y eficiente.

Tenemos una mentalidad de progreso y no de desarrollo. Los gobiernos se valoran por lo que “hacen” y, en tal contexto, eso significa construir obras materiales como “inversiones” de rápido rendimiento político. Son realizaciones tangibles, que se ven, aunque no se necesiten. En ellas se alojan las memorias de los gobiernos: “Eso lo hizo Balaguer, Leonel, Danilo...”; al final, tal pretensión parece ser lo que importa. El retrato histórico de los gobernantes se impone al legado redituable para los gobernados.

En una lógica de ordenación racional las obras deben resultar de planes de desarrollo, y con ese objetivo son simples medios; aquí, en su mayor parte, responden a casuismos, a compromisos electorales, a concertaciones de intereses o a prioridades de ocasión. Un desarrollo no se construye con remiendos, apremios ni atajos; obedece a una visión del todo. Tampoco es la suma o yuxtaposición de los logros de cada gobierno; es la ejecución articulada de las estrategias de lo que queremos ser como balance consolidado. Aquí pocos o nadie conocen esas maneras, y cada uno tiene una perspectiva distinta de aquello a lo que aspiramos.

Una visión “desarrollista” debe ser instalada en el Estado. Y no aludo a planes abstractos impuestos por agendas globales, sino a una conciencia colectiva que reconozca de manera clara y hacedera la nación que deseamos, las trabas que la atrasan y los objetivos para lograrla. Se trata de cambiar tanto el discurso político como las acciones de gobierno para trocar las viejas concepciones de lo que somos por aquellas que soportan lo que queremos ser. La nación es un gran plan entendido, compartido y empujado por todos.

Creo que, instintivamente, la propia sociedad se ha ido moviendo en esa coordenada dialéctica. En los últimos quince años las atenciones públicas más sensibles no son de obras materiales. El pueblo demanda una institucionalidad más eficaz, transparente y funcional, y es ahí donde la clase política agotó reservas. Perdió capacidad de respuestas y fuerza de reinvención.

Poco a poco la sociedad empieza a reconocer que las ejecutorias aisladas o remediales de los gobiernos no tienen dimensión de futuro; quiere conocer de su liderazgo cuál nación compromete su visión más allá que llegar al poder. El problema no solo es no saber, sino qué hacer para alcanzarla. Para ninguna de las dos inquietudes hay soluciones y la mayoría nos dimos cuenta de esa inocultable impotencia.

Hay una crisis de ideas, objetivos e ingenierías. La política hace tiempo dejó de ser creativa y los políticos siguen siendo reductos de ese atraso ancestral. Son predecibles, superficiales y repetitivos. La crisis es profunda. Conozco muy de cerca las carencias de algunos de los que han iniciado una temprana carrera por la presidencia. A veces me repito en voz alta una y otra vez sus nombres para creer en la posibilidad de que puedan alcanzar lo que quieren. Sus aspiraciones me resultan premonitorias y no solo por la aterradora probabilidad de que lleguen, sino por lo que pueda prohijar una sociedad cansada cuando no se siente ni remotamente traducida ni entendida por su liderazgo político y social. Agregar otros eslabones a una frágil cadena de frustraciones es para validar cualquier aventura, como lo han hecho otras sociedades latinoamericanas. Lo difícil es que mientras más sensible es el deterioro, más pobres son las opciones.

Entramos en el umbral de un trance agravado: la autoridad no inspira respeto y las normas se acumulan sin una conciencia voluntaria de obediencia. Por eso, regresando a la muestra de la ciclovía, la alcaldía pensó que Santo Domingo podía pasar la prueba de la urbanidad, pero en su entusiasmo olvidó segregar el progreso del desarrollo. El progreso sugiere que una ciudad de torres modernas, humos progresistas y aire cosmopolita ya demandaba una habilitación vial como esa, pero el desarrollo, todavía pendiente, le enrostró una verdad dura de mirar: que quienes viven en ella no son suizos, quizás ciudadanos del desorden. Nos falta la educación del desarrollo para reconocer, a la luz de la conciencia, el barato brillo del progreso.

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.