El mito de la otra orilla

La mayoría de los que emigran, legal o ilegalmente, al escribir o llamar por teléfono, sólo dan cuenta de sus éxitos; no admiten ni reconocen haber fracasado. Dejan abierta la esperanza.

Durante años los dominicanos habíamos vivido de espaldas al mar. El auge del turismo de playa nos ha proporcionado otra visión de lo que significa ser poseedores de tanta agua, costas y playas. Al ser más de media isla es lógico que cualquier extranjero suponga que República Dominicana interactúe con el mar, que éste forme parte de su vida cotidiana, que nuestra alimentación esté constituida en su mayoría por productos marinos, que nuestro deporte nacional esté en relación directa con la navegación, el sulf, etc. Pero no.

El mar, es evidente, rodea nuestro país por tres costados; pero no incide como debiera en nuestra mentalidad. Al hablar del mar siempre se recuerda el maremoto de Matanzas y los ciclones que por lo general se nos acercan por el sur, el este . Unos exageradamente devastadores, otros, sin dejar de ser ciclones, clementes. En República Dominicana se vive de espaldas al mar. Pero no se le teme. A pesar de las desgracias que nos han venido por la mar océano. Valientemente. Lo enfrentamos.

Se le enfrenta desde los tiempos remotos del descubrimiento. Esa tradición la inicia el famoso cacique Hatuey. Se fue en yola a Cuba huyendo de los españoles y no siguió navegando porque los conquistadores terminaron con su vida poco tiempo después. Al menos eso cuenta la leyenda. De su proeza sólo tomamos en cuenta el valor que tuvo Hatuey de enfrentarse al mar, no cómo terminaron sus días. Si la historia, salvo en la tragedia al decir de un conocido filósofo, no se repite, desde hace unos años hemos repetido, con algunas variantes naturalmente, la tragedia de Hatuey.

A pesar de los naufragios, de decenas de muertos y desaparecidos, de tantas embarcaciones y de tantas víctimas de los tiburones del canal de la Mona, cada semana desde que comenzó la pandemia hay que rescatar hombres, mujeres y niños a la deriva en las peligrosas aguas del Caribe. Habría que preguntarse entonces: ¿cómo tienen el valor de repetir el riesgo que significa lanzarse a la mar contando únicamente con la suerte? ¿Se ha olvidado la tragedia del Regina Express magistralmente relatada en la película Pasaje de ida de Aglisberto Meléndez? ¿No se dan cuenta de que el extranjero, a pesar de las autopistas de la información, de los filmes y la televisión por cable, es lo desconocido? La historia del cacique Hatuey al llegar a Cuba no vale la pena recordarla. Es una fabulosa leyenda que a pesar del trágico final de Hatuey, como el mar, se repite constantemente desde el siglo XVI,

¿Entonces quién alienta a los “mojaítos” a embarcarse contra vientos y marea? La crisis económica es la explicación más frecuente; también la gran pesadumbre que significa, parafraseando a Carlos Fuentes, la esperanza de éxito en la otra orilla; la natural trashumancia del hombre a la que le canta el poeta Joachim Du Bellay en su “Feliz quien como Ulises ha hecho un largo viaje”; la esperanza de encontrar el tesoro al final del arco iris. Excepciones los que admiten haber fracasado en la otra orilla.

Du Bellay lo admitió. Buscando enriquecer su cultura para lograr mayor perfección en su poesía, acompañó a su tío, que era cardenal, a Roma. Al llegar allí el cardenal no le dejó hacer lo que quería y le encargó el manejo de la casa: le hizo mayordomo. Uno de sus versos resume su aventura: “Nací para la musa y me han hecho doméstico”. Un fracaso personal que se convirtió en una joya de la literatura universal. La mayoría de los que emigran, legal o ilegalmente, al escribir o llamar por teléfono, sólo dan cuenta de sus éxitos; no admiten ni reconocen haber fracasado. Dejan abierta la esperanza. El hombre vive de ilusiones.

Conozco a alguien que tiene en su haber dos naufragios y una travesía exitosa. En el primer viaje murieron cuatro de sus 83 compañeros devorados por los tiburones, en el segundo 6 de 67 y, en su tercero y último, una mujer a la que el miedo le había anticipado la menstruación fue lanzada al mar por el que capitaneaba la embarcación. “El capitán” justificó su gesto con el falaz argumento de que la sangre podía ser percibida por los tiburones a diez kilómetros de distancia. Nadie se opuso.

Al preguntarle por qué había intentado una tercera vez, su respuesta se hizo confusa. Entre la consabida explicación de la crisis económica, de que ese viaje le daba la oportunidad de trabajar para construir una casa y terminar de criar a sus hijos, como había hecho uno de sus colegas que, luego de tres meses en Puerto Rico, se había marchado a New York a ejercer la albañilería.

También dijo que necesitaba conocer otros horizontes, que la yola era la vía para lograrlo. Luego de nueve meses sin trabajo en Puerto Rico fue arrestado por los servicios de inmigración y deportado a Santo Domingo.

De la larga conversación que sostuvimos sobre los viajes en yola lo que más me impresionó fue su concepción de la muerte. “Morir en la travesía”, me dijo, “no tiene importancia. Viajar es una aventura, mucho mayor si es ilegal, y”, terminó diciendo, “entre la aventura y la muerte no se ven los límites”.

Diplomático. Escritor; ensayista. Academia Dominicana de la Lengua, de número. Premio Feria del Libro 2019.