Homenaje anónimo

Honro a los que han tenido una existencia omitida y disuelta entre pocos. Seres anulados, de presencia imperceptible, logros desconocidos y sin más atención que la distinción de los suyos; clasificados como “excluidos” por las tiránicas estadísticas del subdesarrollo y la sociedad del capital.

Hoy se me ocurre rendir honra a la existencia anónima. Esa masa de vivientes sin más valor que “estar” para los que “son”. Los ignorados por la historia, los espectadores de lejanas graderías, los huérfanos de las grandes crónicas, los que solo cuentan para aportar cifras, los inútilmente útiles. Esos que sirven como reparto secundario de un guion prestado.

Y no me refiero a los “anónimos memorables” cuyas muertes abonaron las célebres epopeyas o se contaron como víctimas de los cataclismos universales. No pienso, por ejemplo, en los veintidós millones de muertos de Hitler, los veintiún millones de Stalin, los dos millones de Pol Pot, ni siquiera en los setenta millones de la revolución proletaria china. Tampoco aludo a los veintinueve millones de rusos que perdieron la vida en la Segunda Guerra Mundial, en su mayoría civiles, ni a las víctimas del bombardeo atómico a Hiroshima y Nagasaki. Esos al menos tienen una noble evocación histórica, aunque sin rostro.

Honro a los que han tenido una existencia omitida y disuelta entre pocos. Seres anulados, de presencia imperceptible, logros desconocidos y sin más atención que la distinción de los suyos; clasificados como “excluidos” por las tiránicas estadísticas del subdesarrollo y la sociedad del capital. Héroes del trabajo que libran la dura batalla de la sobrevivencia sin más reconocimientos que los que les profesa el sol en cada mañana.

Valoro sus vidas como una antología de atajos, apremios y urgencias en un mundo desconectado de sentido colectivo y de toda razón solidaria. Y es que hay tantos anónimos en un país de olvidos y ausencias, donde la tragedia impone la rutina. A ellos mi pequeño homenaje, tan simple y corto como su historia. Un tributo confinado entre las breves columnas de esta narración, poblada por algo más de 600 palabras.

Y no tengo que recordarlos: están ahí, como siempre, en el mismo lugar, armando la vida con sus sudores. Tan cotidianos como inadvertidos, convertidos en piezas del mismo relato. Son soldados de la sobrevivencia en cuyo credo no existe la excusa ni la renuncia. Primero falta el día que su decisión por vivir.

Basta encontrarlos por sus cansados pertrechos: la mesita de venta, la estufa, la greca, el aceite precocido, las cacerolas, los estantes deformados, los bidones tiznados, la tira de billetes, las jugadas, la motocicleta Super Gato, el san, el machete, las frutas trasnochadas, la escopeta; en fin, un arsenal de andrajos para zurcir a retazos la existencia más cruda. Loor a esa vida ruda, tarda y arrebatada. Tendida al sol, ensuciada en polvo y abierta a los cielos.

Mi distinción no apela a la pena o a un fingido humanismo; tampoco se apoya en sentimentalismos sociales o en viejas fantasías ideológicas; tiene que ver con el valor, el decoro, el arrojo y la lucha; con la grandeza del trabajo silente, con las garras de vivir a pesar de las negaciones, con la esperanza arrebatada.

¿Cómo olvidar que detrás de cada caseta, tarantín, mostrador o mesilla palpitan más sueños que las mercaderías en venta? ¿Cuántos proyectos penden de esas bagatelas? ¿Cómo ignorar que bajo la sombra de ese instinto de vida han crecido tantas familias e historias honorables?

Esos logros no se recogen en las sedosas hojas de las revistas sociales, ni se incluyen como hitos en la crónica del éxito empresarial, ni se premian como “modelos” inspiradores de vida. Jamás. Su realización es corriente y derivada de ocupaciones innobles. Tampoco deja balances meritorios en una sociedad de lujosas mediocridades, donde el éxito cotiza al emprendedor y el capital a la vida. Y es que la dignidad contenida en estas luchas no puede ser comprendida por un mundo abstraído por el fulgor de la banalidad y poblado por tantas escaseces. Pese a todo, ¡que vivan los ignorados!

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.