La compra de votos como estrategia electoral

La compra de votos está asociada a la pérdida de credibilidad de los partidos, en el sentido de que sus promesas no resultan tan convincentes y los votantes prefieren que los compensen antes de ejercer su voto

Desde el primer trueque de una dracma por un voto en Atenas hace más de 2500 años, los políticos han practicado el arte bien perfeccionado, aunque rudimentario, de la compra de votos. Hoy en día sus incentivos van desde las bebidas alcohólicas, el gas y el dinero en efectivo en Estados Unidos hasta el dinero en efectivo, los granos y las máquinas lavadoras en grandes regiones de África, Asia, América Latina y el Caribe. (...) A medida que el tiempo pasa, la compra de votos puede convertirse en un fenómeno difícil de erradicar. Razvan Vlaicu, IADB, septiembre 2016

Concluido el proceso electoral ha quedado la sensación -bastante documentada, por cierto- de que se trató de un proceso desigual por la disparidad de los recursos económicos que se pudo observar en el despliegue propagandístico entre el bloque oficial y la oposición. Es una disparidad que se retroalimenta a sí misma, pues en sociedades como la nuestra las contribuciones privadas tienden a dirigirse hacia el candidato que se percibe con las más altas probabilidades de resultar victorioso.

Disponer de una desproporcionada ventaja en la obtención de los recursos económicos -especialmente, cuando se dispone de los recursos públicos- facilita -obviamente- la implementación de una estrategia de persuasión electoral en un país con los pronunciados niveles de pobreza que históricamente ha padecido, lo que ha facilitado que la compra de votos se haya convertido en una tradición de la que no escapan la mayoría de los partidos, tanto en el gobierno como en la oposición.

En una reciente publicación de Vlaicu et al. (Vote Buying or Campaign Promises, July 2016) bajo los auspicios del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) se desarrolla la idea de que la compra de votos está asociada a la pérdida de credibilidad de los partidos políticos, en el sentido de que sus promesas post electorales no resultan convincentes y los votantes prefieren que los partidos los compensen antes de ejercer su derecho al voto.

Claramente, esto es aplicable al segmento más pobre del electorado. Sin embargo, es posible que la compra del voto no signifique que automáticamente se ha logrado el voto de un simpatizante del partido contrario, pues una proporción de votantes del mismo partido que compra está dispuesta a no ejercer su derecho al voto; de manera que la compra lo que hace -en esos casos- es garantizar que efectivamente el voto se realice.

Los autores (Marek, Keefer, & Vlaicu 2016) abordan la problemática desde la óptica de las decisiones que deben tomar los partidos ante la disyuntiva de elegir una estrategia clientelista pre electoral -como la compra de votos- o post electoral -como el ofrecimiento de posiciones en el tren burocrático, una vez ganadas las elecciones. Para los citados autores, la compra de votos implica que no hay un compromiso que obligue a los partidos a transferencias post electorales, algo que es común en un escenario de «limitada credibilidad política y baja coordinación de los votantes». Son estas condiciones -enfatizan los autores- las que generan un ambiente propicio para la búsqueda de rentas por parte de los involucrados.

Una argumentación importante del trabajo en cuestión es que la asimetría en la capacidad de los partidos para buscar fondos para financiar sus campañas electorales se traduce en una clara ventaja para el candidato oficial, quien puede disponer de una mayor cantidad de recursos para la compra de votos y la búsqueda de rentas de quienes administran la campaña. Para contrarrestar esta ventaja -continúan los autores- la oposición se ve en la obligación de reducir la búsqueda de rentas para su propio beneficio. En otras palabras, la oposición tiene que dedicar una mayor proporción de sus recursos para la compra de votos y una menor proporción para beneficio de quienes administran la campaña.

Siguiendo esta línea de argumentación es evidente, tal como plantean los autores, que fomentar la credibilidad de los partidos tiene efectos re distribucionales, pues una mayor credibilidad de los partidos reduciría la necesidad de la compra de votos, reduciendo -al mismo tiempo- las oportunidades de búsqueda de rentas (o corrupción). Lamentablemente, el escenario de la baja credibilidad política crea un círculo vicioso difícil de romper por los beneficios que reporta tanto a los que compran votos como a los que los venden. Vlaicu et al., en su interesante publicación, sostienen que «los partidos políticos son el vehículo natural que los políticos pudieran desarrollar para promover la credibilidad política», ya que el clientelismo político está asociado con el desarrollo de los partidos políticos.

Como señalamos anteriormente, la compra de votos es una actividad que está asociada con un segmento muy empobrecido de la población votante que no puede condicionar el esfuerzo de votar a la eventualidad de mañana. En cambio, otro segmento del electorado -como partidos minoritarios, intelectuales, artistas, comunicadores, empresarios, etc.- sí pueden negociar su apoyo en base a transferencias gubernamentales realizables luego del resultado electoral. El impacto presupuestario que ambos segmentos tienen -los que demandan beneficios antes de las elecciones y los que son retribuidos después de las elecciones- es negativamente significativo, al requerir una mayor cantidad de recursos que deben provenir de un incremento de los impuestos o un mayor endeudamiento público.

Por eso, no debe sorprender que en gran medida la distribución de los cargos públicos haya sido realizada conforme al criterio de retribución por los aportes de campaña, en un país en el que a las prácticas de corrupción se les llaman «indelicadezas»; lo que si debe sorprender es que luego de un reparto como éste se les pida a muchos de ellos lo imposible: que actúen con integridad.

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