La seguridad social y la inmigración ilegal

Una sociedad avanzada puede distinguirse por la existencia de un sistema de seguridad social, bien estructurado y confiable, así como por el estricto cumplimiento de las leyes, impuestas a rajatabla, sin excepciones. Una sociedad atrasada se distingue por la carencia de ambos atributos.

En mi época de adolescente existía el llamado seguro social que ofrecía servicios de salud a los trabajadores afiliados, pero no a sus dependientes. Ahora se dispone de un sistema de seguridad social que comprende tanto la vertiente de salud, como previsional y de accidentes laborales.

Hay dos grandes amenazas que se ciernen sobre este sistema.

La primera es la tendencia que ha venido materializándose de sacrificar la calidad de los servicios en favor del aumento del número de afiliados del segmento subsidiado. Ese es el mismo error que se cometió con el sistema educativo cuando se dio prioridad a la extensión de la cobertura escolar en detrimento de la calidad de la educación. Los resultados no han podido ser más desafortunados.

La gran tarea es incrementar el segmento contributivo, que son los que cotizan y facilitan la viabilidad financiera, para lo cual hay que fortalecer el mercado formal y poner trabas al informal.

Al mismo tiempo, los aportes que realiza el Estado para cubrir la afiliación de la población situada en el segmento subsidiado, no deberían ser menores que la capita del segmento contributivo, pues al serlo se los coloca como si fueran afiliados de segunda clase.

El sistema debería ofrecer servicios de calidad homogénea para todos los afiliados, de altos ingresos o de bajos ingresos, pero con la dualidad en la capitación esto es una quimera.

La segunda amenaza es el hecho de que el trabajador dominicano se ha visto desplazado por la inmigración masiva ilegal de la mano de obra haitiana, que le disputa los ingresos y erosiona sus aspiraciones a estar socialmente protegido. Esto resta cotizantes potenciales a la seguridad social y afecta sus finanzas.

Si esas tendencias persistieran la sociedad se encamina a tener un simulacro o caricatura de seguridad social, lo cual no sería nada novedoso en una sociedad acostumbrada a la mediatización de todo lo importante.

Convendría advertir, sin embargo, que hacerse de la vista gorda en asuntos tan sensibles pudiera desatar conflictos sociales profundos, que en última instancia podrían poner en juego la estabilidad social y política.

El caso de la invasión haitiana masiva es la muestra más contundente de la renuncia de quienes dirigen los órganos del Estado dominicano a ejercer las prerrogativas soberanas, lo cual es de gravedad extrema.

A lo largo de todo el país, en el campo, en las urbes, en las zonas de turismo, por doquier, se comprueba la fuerte penetración de la mano de obra haitiana, ilegal, que desplaza a la dominicana. Ninguna nación que sintiera orgullo de serlo toleraría con los brazos cruzados que este tipo de cosas sucedieran, como en efecto ha ocurrido, y cuya solución ahora se ha vuelto compleja.

El propio Estado ha dado el mal ejemplo al convertirse directa o indirectamente en empleador de esa población ilegalmente establecida, en detrimento de los derechos y necesidades de los dominicanos. Grupos privados han aprovechado esa circunstancia y han puesto por delante sus propios intereses que se han ido imponiendo por encima de la conveniencia de todos.

Una nación organizada que se respete no debe permitir que sus nacionales sean desplazados de sus fuentes de trabajo, y en ocasiones expulsados de su propio territorio y obligados a emigrar porque no encuentran ocupación que les garantice su sobrevivencia, mientras inmigrantes indocumentados ocupan sus puestos de trabajo.

El asunto se ha complicado pues ya intervienen fuerzas extrañas que aspiran a que el problema haitiano sea resuelto por los dominicanos, absorbiendo su población. Eso implicaría la desaparición pura y simple de la esencia de la dominicanidad, ya que incorporaríamos como si fuere un caballo de Troya a una población que tendería a convertirse en mayoritaria, y que es renuente a asimilar nuestra cultura.

La única solución posible es ayudarlos a que desarrollen su país, a que mejoren allá su nivel de vida y educación.

El nudo gordiano de todo esto está en el necesario cumplimiento de las leyes dominicanas, entre ellas la migratoria, por un lado, y la laboral, por otro.

Es responsabilidad indelegable de quienes están al frente de la cosa pública cumplir con sus obligaciones primordiales. Y esta es una de ellas. Sellar la frontera y deportar a quienes trabajan en este territorio sin que autoridad alguna legítima les haya extendido un permiso de trabajo o de estadía.

De igual manera, debe ponerse fin a la práctica de ignorar la ley laboral, que establece que en cada empresa organizada la proporción máxima de trabajadores extranjeros regularmente admitidos en el país, no debe sobrepasar del 20%, para lo cual hay que considerar el llamado outsourcing (subcontratación de servicios) como formando parte de la nómina de la empresa.

En el caso de los trabajadores ilegales solo queda el camino de la deportación, pura y simple, con el mayor respeto a su condición humana.

Como ocurre con tantas otras cosas, el Estado dominicano no ha mostrado disposición en solucionar este problema, pues en apariencia teme a represalias externas o le conviene no enojar a grupos que son parte del poder fáctico.

La amenaza que se cierne sobre nuestra nacionalidad se ha convertido en algo muy concreto y desafiante.