Náuseas electorales

Los tiempos electorales son grises. Los tolero con medicación antidepresiva. Si fuera adicto, caería en sobredosis. Esta vez me prometo huir a un lugar recóndito, tan lejos que mi pasaporte obligue a sus autoridades a guglear el mapamundi. La farándula política baila en toples y tienta con descorrer sus pantis. Me temo que no pueda soportar la ridícula humorada. La velada solo la aprovecharán los bulímicos, quienes gozarán de motivos gratuitos para inducirse al vómito.

Me aterra el ruido de la carroza electoral. La cartelera vendrá con otros atavíos pero con la misma oferta: magra, fría y desabrida; guisada con libretos ajados, sobreactuaciones, clichés, sonrisas forzadas, abrazos fingidos, expresiones desteñidas, suciedad ambiental, falsos rumores, festín y un derroche pornográfico de dinero público para vender muy cara a gente barata. Ya nos emboban con un tónico de intenciones pálidas que no provoca ni una erección. Lo que se escucha son los pregones del bazar ofreciendo mercadería vieja a precio de estafa y con la engañosa garantía de “sangre nueva”.

Y no es que sea antipolítico ni tenga ínfulas asépticas o complejo suizo, es no poder entender por qué a pleno sol del milenio no hemos avanzado más de un paso hacia otros horizontes. Apostamos por una corrección sustantiva del debate político, esa que todos conocemos, pero por la cual poco o nada hacemos. Los intereses enlazados a este cansado paradigma son más fuertes que la voluntad para superarlo y en el fondo, dirían muchos, es mejor que las cosas sigan como están que aceptar los riesgos del cambio. Preferimos rumiar las inconformidades creyendo que algo o alguien vendrá, como portentosa epifanía, a redimirnos del esfuerzo. Seguimos abonados a la imagen del marketing, a los proyectos sin ingenierías, a los deseos sin planes, a las ideas sin estructuras, a las promesas sin bases, a las ofertas sin presupuestos, a las críticas sin proposiciones, a las intenciones sin determinaciones y al “yo resuelvo”.

Para muestra les dejo esta crónica de la gira política de la semana pasada; juzgue usted y dígame si soy yo el tremendista: “Gonzalo Castillo dice que valora al grupo de los seis, pero que él es danilista a carta cabal”; Francisco Domínguez Brito dice que “una fría (cerveza) al año no hace daño”; Temo afirma que “hay que cerrarle el paso al retornismo”; Leonel proclama que el país corre el riesgo de retroceder a una dictadura, por culpa de “cierto liderazgo”; Luis Abinader declara que le ganará a cualquiera, “no importa que sea un león, un gato...”. Hace cinco semanas esta era la opinión de Hipólito Mejía sobre Leonel Fernández: “un vivo que hiede a muerto”.

La pregunta deviene en obvia: ¿se corresponde ese relato con los desafíos de un país con agendas tan complejas? En esa lógica me pregunto: ¿Qué me hace votar por uno u otro? ¿No da igual? ¿Será posible que en tiempos urgidos por retos, cambios y crisis nos limiten a una elección tan ciega, instintiva y frágil? Dos “razonamientos” apenas dominan ese ejercicio: impedir que unos sigan y lograr que otros lleguen. Lo demás son pretextos cosméticos. Ningún plan visionario de desarrollo puede construirse ni sostenerse sobre premisas tan básicas. Confrontar nuestro futuro con las ofertas del presente es no salir de las prisiones del pasado.

Solo en un cuadro tan vago de levedades cobra algún sentido, por ejemplo, la pretensión de validar como factor de elegibilidad la lealtad a un presidente. ¿Será posible valorar a un candidato por su cercanía al caudillo? Es una autoanulación tan consciente como vergonzosa. Yo no podría hacerlo, por más apurado que esté en ser candidato. Siento rubor ajeno con el club de la “sangre nueva”. Ver su afán por mostrar su sumisión al líder y así ganar alguna acreditación es para llorar con ganas. La disputa central es quién aparenta ser más danilista de los seis ¿o siete? Gonzalo Castillo dijo la semana pasada que él es Medina. En sociedades políticas básicas se revelan esas distopías, pero ¿a ese nivel de simplismo? ¡Madre mía!

Y a propósito de Gonzalo, ¿cuáles son las dignidades de este fenómeno para merecer la atención mediática que ha tenido? Esa inquietud me ha llevado a tomarlo como ejemplo. He indagado su origen, su desarrollo familiar, empresarial, su círculo de relaciones y su formación política. La conclusión ha sido tan fácil como su historia de vida: el hombre ha tenido más logros que condiciones para merecerlos sin una poderosa relación causal. Sus discursos revelan un techo muy bajo en pensamiento estructurado, en visión de Estado, en concepciones políticas avanzadas. Más allá de su mercadeada gestión del Ministerio de Obras Públicas (que dirigió por casi ocho años) y sus audaces habilidades comerciales, no advierto mejor virtud que su osadía para lanzarse al ruedo con tantos adeudos pendientes. Gonzalo debe más explicaciones que ofertas personales. Odebrecht, un expediente internacionalmente vivo y movedizo, es suficiente motivo para que otro en su lugar deseche cualquier provocación política, pero sinceramente no sé dónde empieza lo ingenuo o termina lo soberbio en su aventura, o tal vez el cándido sea yo en desconocer que quizás él sea la llave política para negociar la impunidad; esa que anda buscando desesperadamente el presidente y por la cual se lanzó a una segunda reelección. Por otro lado, ¿qué tienen que ofrecer todos los demás distinto a lo que hicieron o no en casi veinte años de gobierno? Son figuras gastadas y más predecibles que un puerco asado el 24 de diciembre. Todos tuvieron ocasiones únicas para probar convincentemente sus compromisos y no dieron pies con bolas. Lo peor es que haya algunas organizaciones de etiqueta, especializadas en desinfectar callos al sistema, que anden alentando debates entre precandidatos. ¡Qué concepto más grandioso de la inutilidad! Escuchar intenciones abstractas y vagas envasadas en opiniones improvisadas de gente ya conocida es para sedarse o usarlas como penitencia de fe. Ahora bien, si el debate fuera para contestar preguntas abiertas sobre responsabilidades concretas, entonces tendría algún sentido. Obvio, eso será iluso cuando en sociedades tan pálidas como la nuestra lo que se busca con un debate no es hallar verdades sino idealizar al candidato como producto electoral para tapar sus fallas de origen o vicios de fabricación. Para limpiarlos o hacerlos “presidenciables” al calor del microondas.

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.