¿Podría el ave fénix renacer de sus cenizas?

Hace sesenta años que un grupo de dominicanos tuvo el valor de poner término a la dictadura al ajusticiar al que parecía ser el único y verdadero pilar. Ese 30 de mayo de 1961 cambió el curso de la historia dominicana; sin embargo la conducta política del país se mantiene intacta.

En estos días cercanos al 60 aniversario del ajusticiamiento de Trujillo, si se hace un balance desapasionado, para no utilizar los archimanidos términos de objetivo e imparcial, diríamos que el tirano y sus acólitos se llevan los laureles.

Se los llevan porque es tiempo de tomar conciencia de lo que significó un régimen de esa estirpe para República Dominicana; es tiempo de que no existiera la más mínima nostalgia de ese gobierno autoritario, de que estemos pensando en corregir la democracia en que vivimos sin tener que aspirar a un régimen personalista y tiránico como el de Trujillo para recuperar la “seguridad” y la “tranquilidad” que vivía República Dominicana entonces. Un trujillismo revisado como el que propuso hace poco Ramfis Domínguez Trujillo, nieto del dictador, tampoco es contemplable hoy día.

No se observa la legislación vigente prohibiendo todo cuanto pueda ser interpretado como loas al “Generalísimo” o a su dictadura. Nada impide que la prensa, escrita, radial y televisiva, conceda un espacio amplio no sólo a los antiguos funcionarios de Trujillo que no tuvieron nada que ver con las crueldades y atropellos de la tiranía sino también a los que desempeñaron directamente un papel de primera línea en las atrocidades de la Era de Trujillo; ni a los que ejercieron la abyecta función del caliesaje y tortura.

No es cierto que la falta atañe únicamente a los que mancharon sus manos con sangre de hombres y mujeres idealistas que luchaban por la libertad de expresión y la democracia. Todo el que puso su inteligencia al servicio de la maquinaria que constituía el régimen de Trujillo, que colaboraba para que la dictadura superara las tres décadas.

Imposible que nadie supiera la suerte que corrieron los expedicionarios de Luperón en 1949 capturados vivos ni la de los del 14 de junio de 1959; tampoco lo que les sucedió a los jóvenes apresados en enero de 1960 ni el atroz asesinato de las Mirabal y su chofer Rufino de la Cruz en noviembre de ese año.

Si los funcionarios que alegan hoy que no tuvieron nada que ver con los crímenes de Trujillo hubieran renunciado a sus cargos al enterarse de la manera cómo fueron secuestrados y, posteriormente asesinados, Mauricio Báez en La Habana y Jesús de Galíndez en New York; de cómo fueron asesinados Andrés Requena en New York, José Almoina en México o Ramón Marrero Aristy en Santo Domingo; si hubieran repudiado las desapariciones de hombres y mujeres que sólo habían manifestado su oposición al régimen; si hubieran denunciado las cárceles clandestinas donde se torturaba y asesinaba al margen de la ley; si hubieran dicho aunque fuera ¡esto no puede ser! se les hubiera excusado, pero la única excusa que tienen se reduce a la cantidad de dominicanos que no sólo colaboraron sino que permitieron que un régimen de esa naturaleza se mantuviera durante tres décadas. Si no se hubiera tomado en cuenta la irresponsabilidad colectiva, las cárceles dominicanas no hubieran dado abasto el 21 de noviembre cuando los remanentes de la dictadura huyeron de la justicia dominicana.

Hace sesenta años que un grupo de dominicanos tuvo el valor de poner término a la dictadura al ajusticiar al que parecía ser el único y verdadero pilar. Ese 30 de mayo de 1961 cambió el curso de la historia dominicana; sin embargo la conducta política del país se mantiene intacta. Era de esperarse que si bien las ideas de democracia y libertad se han afianzado en la mentalidad dominicana, también era de esperarse que todo cuanto sucedió durante la perniciosa y perversa Era de Trujillo fuera visto como algo horroroso y desprovisto de interés. Y no es el caso.

Se añora la tranquilidad que vivía la República Dominicana durante esos años de terror. Pero nadie se pregunta: “¿a cambio de qué?” Se tiene nostalgia de un pasado que la nueva generación de dominicanos desconoce y que es alimentado por una bibliografía enaltecedora de la figura y del régimen de Trujillo. Esto es lo que llama la atención, lo que vende, como se dice en publicidad.

Al morbo dominicano de hoy le interesa sobremanera el punto de vista trujillista porque se ha creado un mito de la Era. El tiempo ha ido diluyendo el dolor que las víctimas de la dictadura dejaron en numerosas familias dominicanas y extranjeras. El relato impúdico e irresponsable de uno de los esbirros del régimen sobre cómo ejecutó a un opositor o complotador, tiene más interés que lo que sufrieron los presos políticos de la cárcel clandestina e ilegal de la calle 40 y más interés que el de los que sobrevivieron a la venganza de la familia del tirano en la también clandestina e ilegal cárcel del kilómetro 9 de la carretera que conduce a la base aérea de San Isidro. Sólo hay que recordar el éxito de librería que tuvieron las obras del convicto asesino Víctor Alicinio Peña Rivera durante los años setenta o la actual bibliografía en la que se autoexoneran de culpa muchos funcionarios del régimen y que inunda el mercado del libro dominicano.

La curiosidad morbosa de los dominicanos podría interpretarse como la victoria a posteriori de Trujillo. A pesar de que el 30 de mayo próximo será el sesenta aniversario de lo que entonces parecía imposible y fue realizado por nueve hombres que dieron al traste con la vida de Trujillo y su dictadura, existe el temor razonable de que el trujillismo, como el fénix de la mitología, renazca de sus cenizas. El simple hecho de que ese temor asome en la mentalidad dominicana es preocupante.

Diplomático. Escritor; ensayista. Academia Dominicana de la Lengua, de número. Premio Feria del Libro 2019.