¿Quién canonizó al Almirante?

No se le reza, pero llevó la fe cristiana de un lado al otro de la mar océano. Ese acto no tiene importancia frente al nacimiento de un hijo adulterino. En realidad, los preparativos de su extraordinario viaje no le resultaron fáciles, como pretenden algunos historiadores generosos. Tuvo que guayar la yuca, viajar por varias capitales europeas y hacer mucha antesala. En una palabra, se mantuvo siempre en los límites de la humillación.

Cada cierto tiempo, de manera recurrente, se revive la polémica sobre el lugar en donde se encuentran los restos de Cristóbal Colón. Y cada mañana, antes de las ocho y de manera sistemática, una mujer aparentemente normal se inclina y luego se arrodilla frente a su estatua del centro de la zona colonial de Santo Domingo. Todo el mundo sabía en los alrededores de la plaza que lleva el mismo nombre, que ella le rezaba al hoy reconocido descubridor del Nuevo Mundo, que le confunde con un santo. Hay quienes cuentan que ella se había postrado ante otras estatuas de la ciudad colonial, pero que sin razón aparente ha vuelto a rezarle, con la devoción que amerita todo santo, al ilustre Almirante descubridor de un Continente que no lleva su nombre.

Cristóbal Colón no es santo. El Vaticano rechazó a principios del pasado siglo su canonización. La razón, según cuenta Alejo Carpentier en El Arpa y la sombra, residía en la libido —propia de todo marinero— del ilustre navegante. ¡Había tenido un hijo sin casarse! A pesar de que tenía mucho más a favor que en contra, en el tribunal eclesiástico que trataba, no juzgaba, el caso, salieron a relucir todos los argumentos necesarios para que no fuera canonizado. Como no había santos marinos tenía muchas posibilidades, pero lo del hijo adulterino había echado por la borda —para seguir en el vocabulario de la mar— toda esperanza de que el aventurero genovés fuera ascendido al rango supra natural de santo.

Nadie, con excepción de Carpentier, ha vuelto a mencionar el hecho de que Colón no haya sido ni siquiera beatificado. Nadie sacó a relucir el problema durante los meses pre y post celebración del V° Centenario. Si tomo como referencia El Arpa y la sombra es porque esa novela tiene tanta validez histórica como la biografía que escribió de su padre don Hernando Colón. El bastardo que le proporcionó conocidos problemas al Almirante no sólo en este bajo mundo, sino que le impidió también un puesto de importancia en el otro, en aquel al que toda conciencia aspira, aunque sea de manera secreta.

Hernando no era ingrato. Asumía su papel de hijo natural y se preocupaba por darle a su padre una infancia y orígenes que no tenía. Hoy se habla de que era judío, que no era genovés sino corso. Nunca se sabrá de donde procedía ese hombre que hablaba la lengua del Mediterráneo —todas y ninguna— y que se había paseado por todas las cortes europeas para proponer sus servicios e ideas cuyas referencias estaban más cerca de la aventura que de lo racional. Luego de su fracaso en Francia, el joven marinero se fue a Portugal. Allí también fue rechazado, a pesar de que se trataba de un país de tradición marinera y donde había gobernado Enrique el Navegante —quien nunca viajó en barco por mar alguna.

No se le reza, pero llevó la fe cristiana de un lado al otro de la mar océano. Ese acto no tiene importancia frente al nacimiento de un hijo adulterino. En realidad, los preparativos de su extraordinario viaje no le resultaron fáciles, como pretenden algunos historiadores generosos. Tuvo que guayar la yuca, viajar por varias capitales europeas y hacer mucha antesala. En una palabra, se mantuvo siempre en los límites de la humillación. Aprovechar todas las puertas que se le abrían en la corte española era su lema. Trabajo arduo si se toma en cuenta que los reyes se mudaban de ciudad y hasta de región. Se movían de Castilla a Aragón, de Sevilla a Barcelona, y cuando se tiene conciencia de los kilómetros que tenía que recorrer el futuro redondeador de la tierra se le puede reconocer también cierto mérito.

Carpentier sostiene, y para ello se apoya en el testamento del Almirante, que los amores de Colón con la reina aceleraron la entrega de las naves que salieron del puerto de Palos de Moguer el mismo día que se firmaba el decreto de expulsión de los judíos de España. Eso es más chisme que historia. Lo importante es que descubrió, sin darse cuenta, un continente. Si no es santo, a pesar de que su “devota” del parque Colón ignora al Vaticano, es por lo mismo que no se ha podido determinar dónde está enterrado, y que el ADN pronto le fijará su sepultura.

Mientras, el liborismo, la más importante religión vernácula de República Dominicana, de espaldas a la decisión del tribunal eclesiástico de El Vaticano, en La Maguana, un lugar perdido en el centro de La Hispaniola, la tierra que, según dicen, más amó Colón, el iluminado Oliborio Mateo, decidió integrar al Almirante junto a los caciques Caonabo y Anacaona a su panteón sagrado. La devota que le enciende velas es una de los miles de adeptos del santo de La Maguana que, según sus discípulos, “no ha muerto na’ y está en La Maguana comiendo vaca salá”.

Diplomático. Escritor; ensayista. Academia Dominicana de la Lengua, de número. Premio Feria del Libro 2019.