Reforma cultural política

La mayor parte de los dominicanos que coexistimos en el actual estadio político de nuestra nación no conocimos, ni sufrimos en carne propia, la dictadura de Trujillo, en consecuencia, la mayoría ignoramos el costo de vivir en sociedades totalitarias sensu stricto, salvo en sus secuelas. A pesar de ello, a veces escuchamos un lamento expresado incluso por jóvenes diciendo: “aquí hace falta un Trujillo”.

Una mirada relámpago a esta ya cincuentenaria era democrática nos permite colegir que si bien hemos consolidado las libertades fundamentales, gravemente afectadas por la dictadura, el uso abusivo y consecuente desnaturalización de las mismas nos lleva a la raíz de la nostalgia de muchos, que incluso ignorando aquello, evocan la “era gloriosa”. Todo por la transgresión de los límites de la verdadera libertad democrática, que no es precisamente decir o hacer lo que nos de la gana, sino la de decir o hacer hasta el límite del derecho de los demás.

Se trata de una percepción a la que le debemos reconocer cierto fundamento, dado el carácter involutivo en que han devenido muchas de las aspiraciones de nuestra sociedad, que nos hace dudar que realmente disfrutemos de los derechos que una democracia está llamada a garantizar.

Si bien hemos avanzado en el respeto al derecho a la vida, la violencia social convierte nuestras casas en cárceles y las calles en un riesgo que nos conduce hacia una sociedad paranoica, nos convence de que es cierto que el Estado no nos mata, ni impide que transitemos, pero no puede garantizarnos un tránsito seguro.

En principio no somos esclavos políticos, cierto, pero confundimos la libertad con la ausencia de autoridad y disciplina. Hemos desarrollado la cultura del Estado populista, que cuando no alienta permite el desaliento de la moral de las instituciones, el relajamiento irreflexivo de la norma y el sacrificio de la calidad del gasto público, para lograr la sustentación de un sistema y una cultura política clientelar.

Nadie regatea que hablamos del derecho a la intimidad y el honor personal, sin embargo, el uso ligero, indiscriminado y criminal con que se ejerce la libertad de expresión e información, que convierte al propio ciudadano en agente de una cultura de superficial inculpación general que evoca y deja pequeño el foro público de aquellos tiempos, por la generalización con que se aborda la descalificación de las instituciones, los actores del sistema y nuestra propia identidad. El uso de la palabra escrita o hablada como látigo es más valorado en cuanto más ligero y subido de tono lo sea, desorientando y estimulando la generación de un ciudadano sin fe, enclaustrado en sus propias cosas, temeroso de involucrarse en la empresa común, para no embarrarse ni turbar su paz.

Recientemente escribí en las redes sociales: “... De este mundo tan comunicado hemos hecho de nosotros una sociedad profusamente notificada de todo tipo de cosas, pero desgraciadamente desinformada. Lo bueno y lo malo sobreabunda y la población es guiada por grandes, medianos, pequeños y diminutos intereses al vacío de ignorar qué o quiénes sirven o no...”

Lo dicho, a título meramente enunciativo, podría ser parte de un análisis de la clase de sociedad que venimos construyendo y del modo que administramos la libertad desde la democracia de paños tibios que nos hemos dado a partir de la muerte del dictador, que como vemos, no compete únicamente a nuestros gobiernos, sino que es sistémica y cultural, por lo que su enmienda nos compete a todos.

En la base subyace entre otras muchas causas, el deterioro de la calidad de nuestro sistema político y electoral, carcomido por el populismo clientelar que nos sepulta sin pausa bajo un manto de trivialidad que convierte al ciudadano en mendigo, enajenado de su propio destino y a las instituciones en un receptáculo de mercaderes e instrumentos de mercaderes, donde campea por sus fueros la ausencia de un verdadero compromiso social y la conciencia histórica, en general y sin generalizar, porque mucha gente valiosa anda por todas partes.

A manera de alerta tenemos a Venezuela, subsumida y quebrada por el populismo y la confrontación de clases; también a Colombia, que tras la crisis de credibilidad del sistema de partidos parida por la guerra del narcotráfico, logró, a partir de la elección del ex presidente Andrés Pastrana, hacer una combinación entre lo nuevo y lo viejo, reciclando el sistema a través de movimientos, con el concurso de los partidos tradicionales y sin necesidad de aniquilar sus actores más experimentados, ni sus instituciones partidarias, produciendo una evolución con un suave relevo y no una revolución que la dirigiera a lo desconocido.

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