¿Sociedad apocalíptica?

En un mundo donde lo trágico es normal, la noticia se hace cara y escasa. Convivimos cómodamente con la anormalidad: la entendemos, la explicamos, la justificamos y hasta la convertimos en formato de vida. Nuestro asombro pierde razones y pocas cosas nos espantan. Vivimos los límites sin sentir vértigo ni náuseas. Nos acostumbramos tanto a las excepciones que ya son reglas cotidianas de vida. En esa dinámica fría y provisoria nos hicimos sujetos de una extraña “cauterización” en la que hemos dejado sensibilidad, conciencia y reflejos. Sí, eso parecemos: una sociedad zombi empujada mecánicamente por las premuras sin más transcendencia que la culpa ni más rutina que la sobrevivencia.

Planear el futuro nos niega, nos da risa; más cuando no sabemos lo que seremos a corto plazo. Superar el día es nuestro mayor logro en una convivencia escabrosa y hostil. Lo que queda es apenas un sentido instintivo de urgencia, de sobrevivencia. El futuro palpita como una intuición de suerte y no como una realización racional de voluntades y planes. Y es que con un presente tan apremiado pensar en el mañana nunca se percibe como algo útil ni oportuno. Construimos así una cultura social apocalíptica que se nutre de nuestras culpas, impotencias y negaciones. Bajo su difusa lógica, vivimos la subconsciencia del último día, con la sensación del final y en la trágica creencia de lo inminente sin saber exactamente qué es ni cuándo se manifestará, pero que de alguna manera nos podrá redimir del presente a cualquier precio. Ese patetismo de lo “seguramente” incierto nos hace depender del “destino” como razón y fuerza del cambio. De esta manera crece la creencia de que ante un sistema fallido solo una ruptura social catastrófica puede inexorablemente terminarlo o recomponerlo, aun sin sospechar siquiera los riesgos ni las secuelas. Antes, ese determinismo se vislumbraba en un caudillo místico y glorioso parido y legitimado por la crisis; ante el fracaso de ese modelo en otras latitudes, ahora no se piensa en “alguien” sino en “algo” como presentimiento de una redención social más imaginada que procurada. Esa prefigura ideal y utópica que ha mutado del personaje a la “catástrofe redentora” se hace más abstracta e impersonal.

Con el fracaso de los mesianismos y las revoluciones populares (o retóricas) del siglo terminaron las ideologías. Las ideas se desacreditaron y los líderes aún más. Nadie cree en nadie, mucho menos en un sistema agotado y sin respuestas. Late la sensación errante del fin, del vacío, de la ingravidez, de que el sistema quedó a merced de una dialéctica indescifrable.

El sentido de lo duradero y permanente entró en crisis. Nada es confiable ni seguro; todo es revisable, desechable y provisional. En esa razón se pierden los referentes, se improvisan las coordenadas y colapsan las instituciones. Los símbolos de autoridad como las elites tradicionales, la Iglesia y hasta la sociedad no partidaria perdieron acato. Nada tiene carácter absoluto, ni los valores. La desconfianza es sistémica. Los partidos dejaron de ser lo que eran (o lo que aparentaban ser); hoy son entelequias, estructuras de simple activación electoral movidas por la filosofía pragmática del poder por el poder. La participación política es vista con profunda sospecha, reducida a una carrera de oportunidades individuales o de grupos de intereses. El Estado es concebido como una gran empresa de la que se nutre el gran capital y vive la base social. Hay una aversión urticante a lo político y a toda su expresión simbólica. Frente a ese cuadro (donde nada es verosímil ni nadie es creíble) nacen las expectativas escatológicas, esas que apuestan a que la propia dinámica social, catalizada por las crisis y las contradicciones, pueda generar los “cambios” que como sociedad no somos capaces de producir, consensuar ni conducir voluntariamente. La expresión “que se joda todo” a ver “si así se arreglan las cosas” extracta popularmente esa cosmovisión política del fin como una detonación creativa del caos o como el bing bang de un nuevo orden nacido del desorden.

Abandonar el futuro a las fuerzas ciegas del destino es otra tragedia tan funesta como la que aspiramos a remediar. Retrata a una sociedad rendida y aquejada de una profunda crisis de esperanza. Es una deserción social suicida y peligrosa. Lejos de aspirar al trauma como factor de quiebre de las instituciones políticas, debemos rescatarlas de su postración para que se reencuentren con su identidad perdida. Creo en la democracia de partidos y en la política como visión y acción estratégicas de cambios. Debemos regresar a los partidos como fundamento y espacio nuclear de la democracia. Los cambios deben hacerse en los partidos para que se repliquen en el sistema político, que marchará según anden aquellos. El ejercicio ciudadano no debe competir ni suplantar a los partidos. Su rol es alentar los valores de la cultura democrática y promover derechos y garantías colectivas dentro de un sistema político abierto y trasparente, vigilar a los actores políticos y exigir el cumplimiento de sus obligaciones públicas. El ejemplo más elocuente de esa relación simbiótica entre el poder y los partidos lo encontramos en el PLD, que como tal se ha confundido con el Estado a tal punto de que las decisiones políticas de sus órganos deliberantes se les imponen a los poderes públicos; así, el Comité Político es el que traza las líneas políticas vinculantes de los órganos públicos. En esa perspectiva, el Congreso es un simple brazo ejecutor de las resoluciones que en materia política toma esa cúpula partidaria. Lo mismo sucede con las rivalidades de las dos cabezas de ese partido, cuya confrontación determina, matiza y condiciona las reformas públicas. No esperemos buena democracia con malos partidos. La crisis de la democracia es la agonía de sus partidos.

Pienso que en el fondo lo que llamo “sociedad apocalíptica” no es más que la alucinación de una distopía, el clímax del nihilismo cultural e histórico que siempre ha permeado la visión antropológica del dominicano, el fatalismo exacerbado por la desesperanza. La impotencia de la sociedad a avanzar según los patrones y rutas establecidas por el statu quo y la resistencia de los núcleos de poder de ceder posiciones y abrirse a nuevas perspectivas germinan esos delirios sociales.

Evitar caer en el Apocalipsis como “solución final” es responsabilidad de un liderazgo enajenado que perdió visión, relevancia, sintonía, identidad y compromiso. Nadie, excepto nosotros, podrá librarnos de nosotros mismos. Se nos ha hecho tarde para empezar a construir un futuro alcanzable sin necesidad de sembrar épicas utopías apocalípticas.