Abogados e historiadores
LECTURAS historia y memoria por frank moya pons
No hace mucho tiempo, en América hispana, los principales cultivadores de los estudios históricos eran personas que habían estudiado Derecho. Muchos ejercían de abogados mientras otros servían en el Estado como políticos o administradores públicos, o alternaban la práctica jurídica y el servicio público con la historiografía.
Como es natural, hubo importantes excepciones a esta regla, pero puede afirmarse que por muchos años la vía más directa para alguien convertirse en historiador era el estudio de leyes en las universidades o institutos de educación superior.
Esta gravitación de los juristas y abogados condicionó la investigación y la escritura de la Historia en América Latina durante más de un siglo, y dio lugar a una historiografía en la cual los acontecimientos políticos y la evolución del Estado quedaron convertidos en el principal objeto de la Historia.
Dominaron por muchos años los estudios constitucionales, las historias políticas, las biografías de los gobernantes, las narraciones diplomáticas y los análisis de las relaciones exteriores y, salvo contadas excepciones, hacer historia era casi sinónimo de narrar la política.
Dicho de otra manera, escribir de historia era analizar y contar los sucesos políticos que estaban directamente relacionados con la formación nacional. Por eso las primeras historias nacionales latinoamericanas fueron escritas para explicar el surgimiento de los Estados nacionales.
La construcción y organización de estos Estados requería de estructuras de gobierno amparadas en cánones constitucionales. Esas estructuras y cánones derivaron de dos modelos constitucionales, uno estadounidense y el otro francés, surgidos de dos revoluciones liberales, una anticolonialista y democrática, la de los Estados Unidos, y otra revolucionaria y anti-feudal, la francesa.
Además, los constructores de esos nacientes Estados latinoamericanos crecieron y se educaron bajo el impresionante monumento jurídico del Código Civil napoleónico, considerado entonces como el perfecto modelo para la regulación de la vida social civilizada.
Por ello, al narrar las primeras gestas y epopeyas de la formación de las nuevas repúblicas y Estados nacionales (recuérdese que Brasil era un reino), ninguna persona lucía mejor equipada para entender y explicar aquellos procesos que el abogado y el jurista. Por ello, también, muchas de las primeras grandes historias nacionales latinoamericanas escritas en el siglo XIX, y en la primera mitad del XX, salieron de las plumas de estos profesionales del Derecho.
Todavía a mediados el siglo XX era notable la influencia del Derecho en la historiografía latinoamericana. Véanse, por ejemplo, los libros de Silvio Zavala, de José María Ots Capdequi, de Javier Malagón Barceló, Ricardo Levene, Enrique Gandía y Alfonso García Gallo, para mencionar sólo unos cuantos de los más conocidos. Estos autores trabajaron casi todo el tiempo enfocados en los aspectos formales de la historia institucional.
Continuar mencionando nombres de otros autores extranjeros llenaría todo el espacio disponible para esta columna, y por ello nos limitamos a recordar a los seis autores nombrados en el párrafo anterior, muy conocidos por los especialistas en historia colonial latinoamericana. Todos comenzaron sus carreras estudiando leyes.
Un rasgo común a la obra de estos historiadores mencionados, compartido por muchos autores de similar formación profesional, es que en la mayoría de los casos el análisis y la narración de los acontecimientos parten del supuesto teórico de que la ley retrata la realidad social. Dicho de otra manera, varios de estos autores presumían que si la ley mandaba que se hiciera algo, luego eso había ocurrido en realidad y, por el contrario, aquellas cosas que fueron prohibidas, por el hecho de ser prohibidas, no debieron haber ocurrido.
Sabemos, por experiencia propia y ajena, que la realidad social no funciona de esa manera. Esto lo sabían muy bien los principales funcionarios coloniales cuando recibían cédulas reales y leyes redactadas en España que ordenaban cosas que no podían cumplir ni siquiera parcialmente. De ahí la famosa expresión "se acata, pero no se cumple" con que estos funcionarios, desde el Virrey hasta el alcalde, recibían las instrucciones metropolitanas que no tenían cabida práctica en la sociedad colonial.
Todavía a mediados de los 1960s estaba vigente esta tradición historiográfica institucionalista en América Latina. Muchas de las principales obras acerca de los comienzos de la colonización española estaban basadas en el estudio de la Leyes de Indias y los cedularios indianos publicados. Sus autores hablaban de los procesos de colonización tomando al pie de la letra los mandatos de las leyes y suponían que esos textos retrataban la realidad política y social.
En realidad, muchas veces era todo lo contrario pues si algo reflejaban las leyes coloniales y republicanas era, precisamente, el esfuerzo de gobiernos de resolver o prevenir conflictos y regular conductas. Más que la parte normativa de las leyes, sus considerandos o motivaciones permiten al historiador conocer la dinámica de la realidad social.
Estudiando los conflictos, implícitos o explícitos en las motivaciones de las leyes, puede el historiador realizar una lectura de esas leyes muy diferente a la que tradicionalmente realizaban los escritores de formación jurídica.
Así, por ejemplo, al estudiar las Leyes de Burgos dictadas por la Corona española en 1512 para regular la utilización de la mano de obra indígena en la Española y las demás islas antillanas, se descubre que entre sus causas estaban las pugnas políticas entre colonos y autoridades coloniales, y entre los intereses de los particulares y los intereses reales de la Corona española.
Leyendo lo que se ordenaba y se prohibía, y tratando de entender por qué se ordenaban ciertas medidas, el historiador puede extraer un retrato bastante fiel de la realidad social y política que la misma ley estaba tratando de ordenar.
Por ejemplo, cuando se lee una ley que mandaba a los encomenderos alimentar a sus indios con casabe, ñame, ají y sardinas, es fácil detectar que ni siquiera esos alimentos les estaban suministrando. Cuando se lee aquella ley que prohibía a los encomenderos enviar las mujeres preñadas a laborar en las minas, eso indica que aquello era una práctica común. Así sucesivamente.
Los historiadores modernos leen las leyes de manera distinta a los abogados, los fiscales y los jueces. Para estos profesionales la ley debe aceptarse por la validez de su letra, pues así conviene al interés de sus clientes, del Estado o de la Justicia, según sea el caso.
La ley no es la realidad, sin embargo. Su letra normativa tampoco la retrata completamente. La ley busca regular la conducta social. Tratando de aprehender lo que esa norma intenta regular, prevenir, premiar o castigar, el historiador, repetimos, puede penetrar en lo que ha ocurrido social e históricamente para que haya sido necesario ordenarlo legalmente.
Los historiadores dominicanos contemporáneos tienen hoy una enorme mina de datos que apenas ha sido tocada como fuente primaria para el estudio de la historia nacional. Me refiero a la "Colección de Leyes, Decretos y Resoluciones de los Poderes Ejecutivo y Legislativo de la República Dominicana", que contiene todos esos actos desde 1844 hasta la fecha. Paralela a esta colección es la "Gaceta Oficial de la República Dominicana", que aunque muy parecida en contenido, no es idéntica a la "Colección de Leyes y Decretos".
Leyendo y estudiando ambas colecciones los historiadores pueden penetrar en muchos de los problemas sociales, económicos, políticos y culturales que han marcado la evolución de la sociedad dominicana desde la Independencia hasta nuestros días.
En esas colecciones aparecen retratadas muchas cuestiones que nunca han sido recogidas en los textos tradicionales de historia, ni en los modernos tampoco, pero que hoy tienen una enorme relevancia para entender la formación nacional dominicana.
Creo que ya ha llegado el momento en que los historiadores dominicanos realicemos una nueva lectura de la Colección de Leyes, Decretos y Resoluciones, y de la Gaceta Oficial, para examinar esos textos con criterios formados a partir de las teorías y métodos de las modernas ciencias sociales. Estas disciplinas ofrecen formas alternativas de interpretación, muy distintas a la lectura jurídica tradicional.
Por ejemplo, una ley contra la vagancia promulgada a mediados del siglo XIX para "moralizar la sociedad", podría leerse hoy como un esfuerzo de los grandes terratenientes por encontrar trabajadores para fijarlos en sus fincas en tiempos de baja densidad demográfica. También podría leerse como parte del interés del Estado de reclutar más brazos para la guerra de independencia que se libraba entonces contra Haití.
Se nos acaba el espacio, pero antes de terminar debemos mencionar que el fenómeno de los abogados-historiadores, o historiadores-abogados, es también bastante común en la República Dominicana según se puede constar recordando los nombres de Antonio Del Monte y Tejada, Manuel Ubaldo Gómez, Vetillo Alfáu Durán, Julio Campillo Pérez, Manuel de Jesús Goico Castro, Américo Lugo, Francisco Elpidio Beras, Manuel Arturo Peña Batlle, Gustavo Adolfo Mejía Ricart, Pedro Mir, Emilio Rodríguez Demorizi, Joaquín Balaguer, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, Emilio Cordero Michel, María Elena Muñoz, Hugo Tolentino, Ciriaco Landolfi, Francisco Antonio Avelino, Euclides Gutiérrez Félix, Jaime de Jesús Domínguez, Wenceslao Vega, Amadeo Julián, Américo Moreta Castillo, Adriano Miguel Tejada, Juan Ventura Almonte, Jorge Tena Reyes, y Edwin Espinal Hernández, entre muchos otros.
A diferencia de sus colegas extranjeros más antiguos, varios de los colegas mencionados en el párrafo anterior han tenido la oportunidad de formarse dentro de la tradición de las modernas ciencias sociales y por ello trabajan alejados de la corriente formalista e institucionalista latinoamericana, y escriben hoy una historia muy distinta a la de Zavala, Levene, Ots Capdequi y García Gallo.
Leyendo lo que se ordenaba y se prohibía el
historiador puede extraer un retrato bastante fiel de la
realidad social y política que la ley trataba de ordenar.
Dominaron por muchos años los estudios constitucionales, las historias políticas, las biografías de los gobernantes, las narraciones diplomáticas y los análisis de las relaciones exteriores y, salvo contadas excepciones, hacer historia era casi sinónimo de narrar la política.
Dicho de otra manera, escribir de historia era analizar y contar los sucesos políticos que estaban directamente relacionados con la formación nacional. Por eso las primeras historias nacionales latinoamericanas fueron escritas para explicar el surgimiento de los Estados nacionales.
La construcción y organización de estos Estados requería de estructuras de gobierno amparadas en cánones constitucionales. Esas estructuras y cánones derivaron de dos modelos constitucionales, uno estadounidense y el otro francés, surgidos de dos revoluciones liberales, una anticolonialista y democrática, la de los Estados Unidos, y otra revolucionaria y anti-feudal, la francesa.
Además, los constructores de esos nacientes Estados latinoamericanos crecieron y se educaron bajo el impresionante monumento jurídico del Código Civil napoleónico, considerado entonces como el perfecto modelo para la regulación de la vida social civilizada.
Por ello, al narrar las primeras gestas y epopeyas de la formación de las nuevas repúblicas y Estados nacionales (recuérdese que Brasil era un reino), ninguna persona lucía mejor equipada para entender y explicar aquellos procesos que el abogado y el jurista. Por ello, también, muchas de las primeras grandes historias nacionales latinoamericanas escritas en el siglo XIX, y en la primera mitad del XX, salieron de las plumas de estos profesionales del Derecho.
Todavía a mediados el siglo XX era notable la influencia del Derecho en la historiografía latinoamericana. Véanse, por ejemplo, los libros de Silvio Zavala, de José María Ots Capdequi, de Javier Malagón Barceló, Ricardo Levene, Enrique Gandía y Alfonso García Gallo, para mencionar sólo unos cuantos de los más conocidos. Estos autores trabajaron casi todo el tiempo enfocados en los aspectos formales de la historia institucional.
Continuar mencionando nombres de otros autores extranjeros llenaría todo el espacio disponible para esta columna, y por ello nos limitamos a recordar a los seis autores nombrados en el párrafo anterior, muy conocidos por los especialistas en historia colonial latinoamericana. Todos comenzaron sus carreras estudiando leyes.
Un rasgo común a la obra de estos historiadores mencionados, compartido por muchos autores de similar formación profesional, es que en la mayoría de los casos el análisis y la narración de los acontecimientos parten del supuesto teórico de que la ley retrata la realidad social. Dicho de otra manera, varios de estos autores presumían que si la ley mandaba que se hiciera algo, luego eso había ocurrido en realidad y, por el contrario, aquellas cosas que fueron prohibidas, por el hecho de ser prohibidas, no debieron haber ocurrido.
Sabemos, por experiencia propia y ajena, que la realidad social no funciona de esa manera. Esto lo sabían muy bien los principales funcionarios coloniales cuando recibían cédulas reales y leyes redactadas en España que ordenaban cosas que no podían cumplir ni siquiera parcialmente. De ahí la famosa expresión "se acata, pero no se cumple" con que estos funcionarios, desde el Virrey hasta el alcalde, recibían las instrucciones metropolitanas que no tenían cabida práctica en la sociedad colonial.
Todavía a mediados de los 1960s estaba vigente esta tradición historiográfica institucionalista en América Latina. Muchas de las principales obras acerca de los comienzos de la colonización española estaban basadas en el estudio de la Leyes de Indias y los cedularios indianos publicados. Sus autores hablaban de los procesos de colonización tomando al pie de la letra los mandatos de las leyes y suponían que esos textos retrataban la realidad política y social.
En realidad, muchas veces era todo lo contrario pues si algo reflejaban las leyes coloniales y republicanas era, precisamente, el esfuerzo de gobiernos de resolver o prevenir conflictos y regular conductas. Más que la parte normativa de las leyes, sus considerandos o motivaciones permiten al historiador conocer la dinámica de la realidad social.
Estudiando los conflictos, implícitos o explícitos en las motivaciones de las leyes, puede el historiador realizar una lectura de esas leyes muy diferente a la que tradicionalmente realizaban los escritores de formación jurídica.
Así, por ejemplo, al estudiar las Leyes de Burgos dictadas por la Corona española en 1512 para regular la utilización de la mano de obra indígena en la Española y las demás islas antillanas, se descubre que entre sus causas estaban las pugnas políticas entre colonos y autoridades coloniales, y entre los intereses de los particulares y los intereses reales de la Corona española.
Leyendo lo que se ordenaba y se prohibía, y tratando de entender por qué se ordenaban ciertas medidas, el historiador puede extraer un retrato bastante fiel de la realidad social y política que la misma ley estaba tratando de ordenar.
Por ejemplo, cuando se lee una ley que mandaba a los encomenderos alimentar a sus indios con casabe, ñame, ají y sardinas, es fácil detectar que ni siquiera esos alimentos les estaban suministrando. Cuando se lee aquella ley que prohibía a los encomenderos enviar las mujeres preñadas a laborar en las minas, eso indica que aquello era una práctica común. Así sucesivamente.
Los historiadores modernos leen las leyes de manera distinta a los abogados, los fiscales y los jueces. Para estos profesionales la ley debe aceptarse por la validez de su letra, pues así conviene al interés de sus clientes, del Estado o de la Justicia, según sea el caso.
La ley no es la realidad, sin embargo. Su letra normativa tampoco la retrata completamente. La ley busca regular la conducta social. Tratando de aprehender lo que esa norma intenta regular, prevenir, premiar o castigar, el historiador, repetimos, puede penetrar en lo que ha ocurrido social e históricamente para que haya sido necesario ordenarlo legalmente.
Los historiadores dominicanos contemporáneos tienen hoy una enorme mina de datos que apenas ha sido tocada como fuente primaria para el estudio de la historia nacional. Me refiero a la "Colección de Leyes, Decretos y Resoluciones de los Poderes Ejecutivo y Legislativo de la República Dominicana", que contiene todos esos actos desde 1844 hasta la fecha. Paralela a esta colección es la "Gaceta Oficial de la República Dominicana", que aunque muy parecida en contenido, no es idéntica a la "Colección de Leyes y Decretos".
Leyendo y estudiando ambas colecciones los historiadores pueden penetrar en muchos de los problemas sociales, económicos, políticos y culturales que han marcado la evolución de la sociedad dominicana desde la Independencia hasta nuestros días.
En esas colecciones aparecen retratadas muchas cuestiones que nunca han sido recogidas en los textos tradicionales de historia, ni en los modernos tampoco, pero que hoy tienen una enorme relevancia para entender la formación nacional dominicana.
Creo que ya ha llegado el momento en que los historiadores dominicanos realicemos una nueva lectura de la Colección de Leyes, Decretos y Resoluciones, y de la Gaceta Oficial, para examinar esos textos con criterios formados a partir de las teorías y métodos de las modernas ciencias sociales. Estas disciplinas ofrecen formas alternativas de interpretación, muy distintas a la lectura jurídica tradicional.
Por ejemplo, una ley contra la vagancia promulgada a mediados del siglo XIX para "moralizar la sociedad", podría leerse hoy como un esfuerzo de los grandes terratenientes por encontrar trabajadores para fijarlos en sus fincas en tiempos de baja densidad demográfica. También podría leerse como parte del interés del Estado de reclutar más brazos para la guerra de independencia que se libraba entonces contra Haití.
Se nos acaba el espacio, pero antes de terminar debemos mencionar que el fenómeno de los abogados-historiadores, o historiadores-abogados, es también bastante común en la República Dominicana según se puede constar recordando los nombres de Antonio Del Monte y Tejada, Manuel Ubaldo Gómez, Vetillo Alfáu Durán, Julio Campillo Pérez, Manuel de Jesús Goico Castro, Américo Lugo, Francisco Elpidio Beras, Manuel Arturo Peña Batlle, Gustavo Adolfo Mejía Ricart, Pedro Mir, Emilio Rodríguez Demorizi, Joaquín Balaguer, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, Emilio Cordero Michel, María Elena Muñoz, Hugo Tolentino, Ciriaco Landolfi, Francisco Antonio Avelino, Euclides Gutiérrez Félix, Jaime de Jesús Domínguez, Wenceslao Vega, Amadeo Julián, Américo Moreta Castillo, Adriano Miguel Tejada, Juan Ventura Almonte, Jorge Tena Reyes, y Edwin Espinal Hernández, entre muchos otros.
A diferencia de sus colegas extranjeros más antiguos, varios de los colegas mencionados en el párrafo anterior han tenido la oportunidad de formarse dentro de la tradición de las modernas ciencias sociales y por ello trabajan alejados de la corriente formalista e institucionalista latinoamericana, y escriben hoy una historia muy distinta a la de Zavala, Levene, Ots Capdequi y García Gallo.
Leyendo lo que se ordenaba y se prohibía el
historiador puede extraer un retrato bastante fiel de la
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