Altibajos de esperanzas

(fuente externa)

Con los primeros meses de este histórico 2020, en pleno invierno, llegó la COVID-19 a estas latitudes occidentales. Se impuso luego a los aires primaverales de renovación y en el verano se pensó que la situación estaba controlada, que todo era cuestión de poco tiempo para que apareciera la vacuna milagrosa y se esfumara el fantasma viral de guadaña inclemente.

Amarillean las copas de los árboles y los vientos con indicios de gelidez completan el ciclo de las estaciones que cada año resucita la naturaleza. Tras el desenfado del verano, el ritmo de contagio y la demanda por atención hospitalaria avisan que el otoño y el invierno serán de máxima alarma. París, la ciudad luz, se apaga y cierra desde las nueve nocturna hasta las seis matutina. Cuarenta de los estados de la potencia norteamericana presentan índices crecientes de infestación, las muertes a causa de la pandemia sobrepasan las 200.000, más víctimas que en las grandes guerras del siglo pasado en que intervinieron los Estados Unidos. Las principales provincias españolas, la Comunidad de Madrid incluida, viven un rebrote de la pandemia y toman medidas restrictivas de circulación e intercambio social. El toque de queda está a la vuelta de la esquina. Londres y Bruselas ofrecen pruebas de diagnóstico del coronavirus en los aeropuertos. Al que llega de las llamadas zonas rojas, confinamiento voluntario. En general, la Unión Europea es un imposible para los nacionales de gran parte del mundo, la República Dominicana en el listado.

Era de esperarse. Pero quién les dice a los europeos que se queden en casa en julio y agosto, que discontinúen el ritual y se olviden de las costas, las montañas o cualquier geografía amable donde cada estío reponen energías. Las vacaciones son una tradición irrenunciable, y ahora se paga el precio: números crecientes de infectados y regreso a restricciones severas de las actividades comerciales. Como mucho, se logró que una buena porción de los vacacionistas veraniegos se quedaran en sus países, para desgracia de destinos turísticos como nuestra república.

Al menos los mercados y las bolsas rehúsan regresar a los umbrales ruinosos de los primeros meses del año, mas la resiliencia de las economías no puede relegar al olvido que centenares de miles de personas han muerto, que millones están infectadas, otras tantas en cuarentena voluntaria o impuesta y que los sistemas sanitarios de los países desarrollados están bajo presión. Se ha evitado la parálisis total, pero continúan cerradas las fronteras como medida de profilaxis cargada de presagios ominosos.

La crisis es global. Quizás la crisis máxima de nuestra generación. Nuevamente se ha dado vacaciones al ocio, a la buena mesa, a los hoteles, a los viajes, al relax y a los placeres más simples. El aparato productivo se resiste al receso forzoso y, sin embargo, las cadenas de producción permanecen desarticuladas. La sensatez aconseja empujar juntos, pero la política común para enfrentar con éxito está en veremos o pasó ya a las calendas griegas.

Curioso cómo la COVID-19 se ha llevado de encuentro la cotidianidad y revuelto la vida del ciudadano de a pie y de la élite. A todos nos amenaza, todos somos vulnerables en una tábula rasa social que desconoce fronteras, nacionalidades y gradientes en la escala del desarrollo. Lo privado y lo público se han entreverado en un revoltijo en el que la juventud ha dejado de ser refugio. Ahora son jóvenes, asintomáticos en su mayoría, los que transportan el virus que golpeó con dureza a las poblaciones entradas en edad.

Hay resistencia a las restricciones a la libertad de movimiento impensables en una democracia poco tiempo atrás. Entendibles; incluso, necesarias como mal menor ante el embate riesgoso. Vienen acompañadas de una invocación a la buena ciudadanía: un trueque de derechos individuales por la contribución al bien común. El principio de la solidaridad ha cobrado nuevos matices porque el cuidado propio es también el ajeno. Sin embargo, y he aquí la paradoja, la cuarentena voluntaria y las medidas de protección suponen el rompimiento de uno de los vínculos sociales por excelencia: la cercanía. La distancia corporal se explica como una de las primeras barreras para impedir el contagio. Prohibidas las multitudes, la diversión colectiva. Abajo el grupo y que viva el lobo estepario. El traslado del mal se interrumpe cuando nos alejamos, cuando nos aislamos en un mundo físico que solo es nuestro, coronavirus incluido si somos portadores.

El otro es el sospechoso. Detrás del embozo prima el imperativo de marcar distancia. Desdibujado el mapa físico facial, adviene la imposibilidad de indagar en la expresión del rostro señales de humanidad, de adivinar sonrisas, de enviar mensajes sensoriales que invitan al regocijo, a la pasión.

Se ha impuesto el saludo a distancia, con la excusa mutuamente aceptada de que así lo prescribe el manual preventivo. Pertenecen ya al olvido los besos que transmitan el calor faltante en el apretón de manos impersonal, también en desuso. Hasta caminar muy de cerca establece un puente de comunicación ideal para la propagación del virus que ha trastornado costumbres e impuesto nuevas normas sin que escape la intimidad del hogar. La cama ha dejado de ser una comunidad de reposo y de bienes sexuales, ese lugar sagrado donde se comparten cuitas, se canjean afectos y se consuma el amor. Compartir el lecho comporta riesgos saldables con cuarentena. Si lo sabrán Donald y Melania Trump, víctimas encumbradas de la pandemia.

Menos mal que se ha probado ya que primero se acierta dos veces en la lotería que contagiarse en un avión. En vuelos largos y cortos, descartada la tentación de espiar cuidadosamente al ocupante del asiento vecino por si tosía o carraspeaba más de lo normal, por si la cara subida de rojo delata otra cosa, como un estado febril, y no una simple sobrexposición a los rayos solares bienhechores. Los vuelos intraeuropeos, empero, despegan y aterrizan semivacíos. De doce vuelos diarios en el corredor Londres-Nueva York, British Airlines ahora tiene dos.

Guardar la distancia es perentorio, ese metro y medio o dos que es el límite mínimo para escapar de la lluvia de pequeñas gotículas que contienen el virus en el caso de los estornudos imprudentes, fuera del codo levantado en señal de defensa. Donde la fila es obligatoria, ya hay señales en el suelo que indican dónde pararse y a dónde avanzar cuando ya lo ha hecho el vecino.

Pese a meses y meses de lejanías inducidas, de cuidados repetidos hasta la saciedad, el virus resiste. Recobra ímpetu, como los huracanes cuando vuelven a su hábitat natural, las aguas oceánicas, una vez han devastado la tierra firme. Desaconsejadas las visitas amenas, la práctica de la amistad acodados a la mesa del café o el trago social, de la comida en el restaurante o en el hogar hospitalario. La soledad es el mejor remedio contra la COVID-19.

Afortunadamente, la curva de letalidad ha perdido altura. La vacuna llegará, quizás no con la prisa que machaconamente refiere el presidente estadounidense. No será antes de que termine el año, sino el próximo, si creemos a Bill Gates, el nuevo gurú en un campo minado para las predicciones, cuya fundación invierte millones de dólares en vacunaciones en todo el mundo. Pocos le creyeron cuando dijo hace cinco años que un virus altamente infeccioso, no una guerra, sería la causa de muerte para millones de personas.

Con la esperanza víctima de tantos altibajos, confiemos en el mejor escenario que vaticina Gates: la pandemia terminará en el 2022. Habrá que aguantar, arrugados de incertidumbre.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.