De cosas minúsculas: bandazos y rodaduras

Desde Londres en ruta a la Península Ibérica crucé el Canal de la Mancha en repetidas oportunidades y en los horarios más diversos, alimentando el propósito siempre fallido de ahorrarme el endemoniado congestionamiento de los periféricos parisinos.

(Ilustración: RAMÓN L. SANDOVAL)

Encariñarse con objetos materiales implica complejidades a salvo de adjetivos como avaro, miserable, agarrado, obsoleto o anticuado, primeros en bullir en la mente cuando el apego corresponde a una antigualla. O casi: vivimos en un país en el que la obsolescencia es relativa, hasta la de los políticos.

Me enamoré hace once años; y con esa compañía de líneas armoniosas, entretenida, sexy, menuda, placentera al tacto, acomodada a mi anatomía con gracia de guante de seda y respetuosa de mi espacio, viví experiencias incontables. Me la llevé y me llevó de viaje. Se dejaba conducir a mis velocidades. Bastaba el empuje ligero de mis extremidades para que respondiera con prontitud a mis requerimientos de más o menos y la presteza de su movimiento me tambaleara. Y yo, feliz.

Sí que el tamaño importa, como comprobé cuando mediaba la urgencia impuesta por compromisos exigentes de puntualidad. Me sentía conquistador de las leyes de la física al encajar mi propiedad en espacios imposibles a vista de todo el mundo. Sin recato ni vergüenza, sentía fluir la fuerza de mis arrebatos caribeños cuando acaparaba miradas curiosas y de envidia. Mi modelo despertaba admiración por calles y avenidas. Escasos ejemplares de su familia le hacían competencia dado lo reciente de su exposición pública.

Tiempos de cambios tecnológicos y de dueños. De inglés a alemán con el despunte del siglo, el legendario Mini Cooper pasó a propiedad de la BMW. Amor a primera vista, en el 2008 firmé en Miami el cheque para uno de los primeros vehículos producido enteramente por los nuevos dueños, motor made in Germany y diseño revolucionario bajo el nombre de Mini Cooper S Clubman. Un atractivo hatchback de dos puertas y media delanteras, más dos portezuelas para acceder a un maletero ampliable con abatir los asientos traseros, y el plus de un techo corredizo a todo lo largo para que la luz se hiciera dentro. Innecesario comprobar la virginidad del motor o sentarme al volante para la conducción de prueba. Repito, amor a primera vista y arreglo inmediato para embarcarlo al Reino Unido, donde entonces vivía. Vaya paradoja, retornaba el coche al país donde fue fabricado para ser conducido en otras latitudes puesto que el volante respondía a la versión estadounidense, a la izquierda.

BMW se distanciaba años luz de la caja de fósforo que inmortalizó Mr Bean, aquel British Leyland Mini 1000 que el cómico británico cerraba con un candado y en el que, silencioso, cometía mil diabluras que provocaban millones de carcajadas. Los alemanes apostaron por un vehículo más grande, más potente, de prestaciones superiores y un habitáculo en el que me sentía a mis anchas. Y a mis anchas me dediqué a recorrer la geografía europea en aquel objeto del deseo. Con vocación exploratoria.

Desde Londres en ruta a la Península Ibérica crucé el Canal de la Mancha en repetidas oportunidades y en los horarios más diversos, alimentando el propósito siempre fallido de ahorrarme el endemoniado congestionamiento de los periféricos parisinos. Entregado a mi amor móvil, osé rodar por los Campos Elíseos y me sobró valor para sortear el tránsito enrevesado alrededor del Arco de Triunfo. Nada fácil, porque de ahí parten los grandes bulevares de la capital francesa, doce en total, diseñados por el barón Haussman cuando los automotores existían solo en la imaginación de los Jules Verne de inicios del siglo pasado. Confieso que en mi primera aventura en el Mini le di varias vueltas a la enorme rotonda antes de que mi sentido de orientación me sacase a camino.

En uno de esos viajes, a Barcelona, el Mini se resintió durante una tormenta de nieve que tiñó de blanco profundo el Macizo Central francés. Cabeza dura, ignoré el aviso que desaconsejaba el desplazamiento dada la intensidad de la nevada en esas alturas. Aceleraba en vano ya que los neumáticos, hundidos en la nieve que caía incesante, carecían de tracción. Apagué el motor, invoqué a Job y esperé por horas a que un ejército de equipos pesados domeñara los restos de la furia helada de la naturaleza. De cuando en vez encendía la máquina para calentarme un poco y evitar que la nieve se amontonara en exceso sobre el vidrio delantero.

La versatilidad de mi ensueño automovilístico me sorprendía. Sus casi 200 caballos de fuerza turboalimentados bajo el capó hacen milagros. En unos cuantos segundos se está a la velocidad límite de 130 kilómetros por hora en Francia, 120 en España o 70 millas en Gran Bretaña. La adaptabilidad a la superficie es estupenda y acomete las curvas con valentía. Se me escapaban las sonrisas cuando dejaba atrás coches mucho más poderosos, al menos en las especificaciones del fabricante. Definitivamente, lo pequeño también es hermoso.

Embarqué el Mini hacia Santo Domingo cuando recalé en Washington, apercibido de que visitaría el terruño patrio con más frecuencia. Después de rodar cuatro años por el Viejo Mundo, el carrito era aún una atracción en mi país, indispuesto con la marca inglesa pese al alma motorizada de estirpe teutona. Los tropiezos surgieron con los hoyos en calles y carreteras dominicanas, pocos benévolos con el tipo de llantas y espesor de los neumáticos de mi Mini. Suelo divorciarme de los carros antes de que frisen en los cinco años, pero esta vez el romance marchaba en serio, al punto de afrontar sin enojo los sucesivos cambios de gomas, alineación del tren delantero y otros fallos vehiculares asociados con el subdesarrollo.

Males pasajeros, me decía. El año pasado, los problemas se confundieron en dimensión con el nombre del concesionario local, Magna, seguido de Motors. Tanto, que este noviembre celebré un año completo, doce meses, de mi Mini yendo y viniendo del taller, sometido a evaluaciones y diagnósticos caprichosos, tan costosos como irresponsables.

El fallo nunca varió: problemas con el encendido, atraso en la marcha del motor y calentamiento. En cambio, diversos los diagnósticos, supuestos arreglos y cuentas. Como para escribir un manual de mecánica automotriz: batería, falta de líquido refrigerante, juntas de intercambio defectuosas, correas inoperantes, amortiguador, gas refrigerante, junta enfriadora de aceite, filtros, bomba impulsora del combustible averiada (cambiada dos veces).

Bandazos, andaduras y mi amor en baja por el servicio deficiente, molestias, carros alquilados en los viajes por trabajo desde Bélgica a Santo Domingo, la inconveniencia de teledirigir todo el proceso a miles de kilómetros y las facturas que sin magnanimidad alguna producía Magna Motors. Se acababa el verano, y el Mini aún bajo descuido intensivo en el taller de marras. De infarto, pistonearon en agosto que el motor estaba inservible: RD$798,954.52 sería la cuenta final. Amores los hay que llaman perros. Con el requerimiento para devolver un coche que nos habían magnánimamente prestado llegaron otros diagnósticos y números, menos de un 10 por ciento de la suma anterior.

Bajo el alegato, falso de toda falsedad, de que soy demasiado educado, mi mujer se ha atribuido el puesto de vanguardia en todo lo que implique litigio. Pidió cita al supervisor del taller de Magna Motors, blindada con argumentos tan eficaces como excelente el servicio al Mini en sus tiempos europeos. Que han abusado, que llevará el caso a Pro Consumidor, que carecen de Libro de Reclamaciones, y desgranó toda la historia familiar de enamoramientos. Ella tuvo un Mini Cooper descapotable en Washington y mi hija menor conduce actualmente otro; el mayor lleva casi 20 años de bandazos y rodadura en BMW, todos azules. Este sospechoso, dos BMW en Santo Domingo, dos en Londres y ahora uno más en Bruselas, azul Barcelona para más seña. Minúsculos para Magna Motors como clientes, nuestra fidelidad a la marca alemana escapa a toda duda. Como ninguna queda de la distancia abismal entre la casa local y las otras con que hemos lidiado. Resultado: anularon el último cobro y devolvieron el Mini presuntamente reparado.

Lo veo más avejentado pero igual lo quiero. ¿Cómo no quererlo y hasta magnificarlo si me paseó por las orillas del Támesis, del Sena y del Tajo? ¿Si confortablemente y a mi antojo me transportó a la inmensidad de los Pirineos, a la Meseta Castellana, viñedos de solera y a las riberas reconfortantes del Mediterráneo, Atlántico, Cantábrico, Mar del Norte y del Caribe de calenturas? Es como para que rueden... las lágrimas.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.