Demasiadas elegías nunca escritas
Cuando aún desconocía la aprensión por el futuro y transitaba olvidadizo de que cada día es uno menos porque la cuenta regresiva arranca en el momento mismo que nacemos, supe de aquel género literario con que los bardos grecolatinos lamentaban la partida del ser querido o la figura pública admirada. Nunca he descubierto –me di por vencido antes de intentarlo--, la fórmula para canalizar torrentes de emociones por el estrecho cauce de la métrica. De ahí parte mi admiración por la primera elegía que me sirvieron de verbigracia en el aula, y que compuesta antes de que el hombre europeo hollara nuestro suelo combina sentimientos y sabiduría, con inmunidad total a los calendarios.
El cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando de Jorge Manrique adviene espontáneo al repasar el inventario de los amigos que se han marchado en estos últimos meses. Duele más cuando no hay adiós y, como al pintor Mario Caravadossi en Tosca, la vida se escapa cuando más amada porque ha llegado la etapa existencial de entender a plenitud cuántas emociones restan por agotar, geografías que visitar y vinos por apurar. La fugacidad a que alude el primer poeta español moderno en Las coplas a la muerte de mi padre es nuestro sino pesado contra el cual no hay rebelión exitosa. Ciertamente, nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, aguas que se pierden en la inmensidad. A esa inevitabilidad que descuenta cualquier huella o aporte, me resisto. Esa otra muerte, el olvido, es inaceptable en el caso de los amigos con los que he compartido, de los que he aprendido y a los que querré siempre aunque no lo sepan. Agua que no se evapora, de todos ellos albergo moléculas.
Radhamés Gómez Pepín ocupa un apartado especial en mi cuenta de gigantes. Mi primer jefe en la carrera periodística que he abandonado y no porque fuese de obstáculos, me sorprendió por el manejo tan sui géneris del personal en El Nacional, donde me contrataron una semanas antes de la mayoría de edad. Algunas de las estrellas estaban de vacaciones. Sin miramientos y en abono a mi timidez, me indicó un escritorio vacío al lado de Miguel Hernández, cuya generosidad y buena disposición hacia el novato recién llegado no olvido. Yo era un fantasma en esa sala de redacción de veteranos, o eso creía, hasta que Gómez Pepín me envió a cubrir los desórdenes en la UASD el día que mataron al hermano de Monchi Fadul. Telefoneé alarmado para informar del clima violento y recibir instrucciones. No bien había abierto la boca cuando Gómez Pepín me interrumpió para ordenarme, exactamente ordenarme, que sobre todo me cuidara. Lección temprana sobre la desconfianza en las apariencias. Detrás de la cara dura había un gran ser humano. Me perdía a diario en la dificultad inicial de amarrar datos y colocarlos en el orden lógico de la noticia. Una tarde sabatina en que se hacía cuesta arriba completar el contenido de la edición dominical, me convencí de que pisaba terreno propio al entregar varias cuartillas con un análisis de lo que ocurría en la UASD: a cambio recibí un espaldarazo en las palabras efusivas del jefe cascarrabias.
Cambié de trabajo a los seis meses y advertía animosidad en los encuentros casuales con Gómez Pepín. Años después le inquirí sobre su actitud. “Porque te fuiste cuando más te necesitábamos”. Otras fueron luego las relaciones. Ambos directores de vespertinos, me llamó por teléfono cuando se había anunciado que tomaba otro rumbo. “Ya no será igual ahora que no te tendré de competencia. Tú me estimulabas”. Sentí el respeto, pero mayor era el orgullo implícito del profesor ante el alumno que había subido los mismos escalones que él. Si recorrí distancia, acreencia suya. De él recibí el entrenamiento más acabado en olfato periodístico, en la búsqueda incansable de la noticia, en apartar el grano de la paja en el oficio en que me encarrilaba. Aunque paradójico, quizás lo más importante fue lo que me enseñó a no aprender.
A Silvio Herasme Peña lo conocí también en El Nacional, donde era buque insignia, el non plus ultra. Lo tenía como una leyenda y lo miraba con respeto cuando llegaba a la redacción y vociferaba un “Radhamés, te traje la primera”, indicación de que en su libreta estaban los apuntes para la noticia más importante de la portada de esa tarde. Nadie le decía qué hacer ni por dónde encaminar sus pasos periodísticos. Siempre encontraba la noticia. En una oportunidad cuando el titán de Neiba trabajaba en el Listín Diario antes de los acontecimientos de 1965, todas las noticias de la primera página del matutino fueron escritas por él. E igual ocurrió en varias oportunidades en El Nacional.
Nuestra amistad engrosó cuando coincidimos en la cobertura del retorno del profesor Juan Bosch de Europa en su escala en Curazao. No estaba previsto que la parada se prolongara, como en efecto ocurrió por la prohibición de ingreso impuesta temporalmente por Balaguer. Mis reservas se consumieron en llamadas telefónicas para las transmisiones radiales y Silvio, sin pensarlo dos veces, suplió la escasez de mi bolsillo. Fuimos compañeros de infortunio y de un momento histórico en los funerales de Estado de François Duvalier. A la llegada a Puerto Príncipe, nos enviaron de inmediato a una comisaría y posteriormente se nos sometió a vigilancia continua durante los dos días que estuvimos reportando para nuestros respectivos medios.
Con relativa frecuencia acompañaba al entrañable Juan Bolívar Díaz a visitar a Silvio y a su esposa de entonces, Clara Leyla Alfonso, en un edificio de la avenida Bolívar contiguo al destacamento policial de Gazcue. Estrechamos aún más las relaciones durante un viaje de periodistas a las instalaciones de la refinadora del oro dominicano en Suiza y que concluyó en Italia. Alquilamos una furgoneta y nos aventuramos de Milán a Venecia, con su nueva esposa Ángela a bordo y otro periodista inolvidable, Mario Álvarez Dugan y su Matilde. En su casa por el Jardín Botánico, el matrimonio Herasme era anfitrión exquisito de reuniones discretas con su gran amigo José Francisco Peña Gómez. Allí, sin necesidad de invocar el “fuera de récord”, el genio del líder del PRD se desparramaba en análisis brillantes del acontecer nacional e internacional, en estrategias y el relato de sus encuentros más inmediatos con el jet set político de la socialdemocracia mundial.
No recuerdo cuándo conocí a Fernando Rainieri, sí que medió su hermano Frank, amigo de muchísimos años junto a su esposa Haydée. Todo un personaje inolvidable, de cuya partida súbita cuesta reponerse. Solo unos días antes, con su esposa Pilar al lado, habíamos comido en un restaurante madrileño. En el curso de la comida opípara, acordamos gastarles una broma a otros dos buenos amigos, José Manuel Trullols e Yslen, con quienes había arreglado para cenar el fin de semana. Una anécdota suya resume un estado de ánimo o una filosofía de vida. En un crucero, conversaba con una pareja a la que confió que estaba retirado y sus hijos cubrían el viaje. Sorprendidos, ambos contertulios elogiaron el gesto. El sentido de humor del “Colorao” Rainieri era antológico. No le faltaban nunca una sonrisa en los labios, un puro visible en el bolsillo de la chacabana o de la americana y un chiste de color acorde con el momento y las circunstancias. Propio de su ingenio fue el complemento al elogio de los comensales de ocasión: “Sí, porque ahora vivo de la herencia que les toca”.
Cómo no disfrutar al máximo el contraste de personalidad entre el “Colorao” y Pilar. Ella, educada, de inclinación natural a la literatura y las artes, a los buenos caldos y mejor conversación, de modales impecables. Él, jovial, catador de escocés, a la búsqueda de los ángulos de las situaciones, dicharachero y con el ojo siempre abierto a los negocios. Ambos entrañablemente unidos, sin embargo, en la preocupación y amor por dos hijos ejemplares, el mayor una copia al carbón del padre. Era Fernando, empero, más que un chiste y un buen rato. Secretario de Turismo en el gabinete del Balaguer reformado de la segunda etapa, me invitó a acompañarle en el consejo de administración de la Corporación de Hoteles Estatales. Descubrí al Fernando Rainieri escrupuloso, centrado, cuidadoso de los detalles más nimios y de una dedicación que nunca le hubiese atribuido. Honrado al extremo, prefería cubrir gastos propios de la gestión con tal de ahorrar malentendidos. Lo acompañé a algunas ferias turísticas y aprecié de primera mano una capacidad envidiable para comunicar y que el otro se sintiera en confianza al instante, características necesarias en el buen promotor y vendedor.
Era decidido y responsable. Cuando descubrió un asomo de corrupción, actuó de inmediato previa advertencia a sus compañeros en el consejo. Se ganó la animadversión de sectores poderosos porque embistió contra los privilegios derivados de una interpretación amañada de la Ley de Incentivo Turístico. Había amigos de por medio, pero sus principios primaban. Suyo es un vacío que prefiero no llenar.
La tradición ha convertido los funerales en espectáculos de los que intento sustraerme. El nacimiento es privado y no se expone al recién nacido a la consideración de extraños, salvo quizás a un selecto círculo de familiares y amigos muy cercanos. ¿Por qué tiene que ser diferente en el final e impedir a los deudos que consuman en privado esos primeros instantes de la separación? ¿Por qué inducir a más lágrimas con nuestra presencia, a renovar tormentos y publicar, para consumo de todos, sentimientos de un solo dueño? Prefiero la solidaridad en silencio, confiar en que los recipientes de mis afectos han conocido desde siempre lo innecesario de la insistencia en lo obvio. El dolor y el amor son personales. Cumplen mejor su cometido cuando se les mantienen apartados de la multitud y solo tocan a quienes competen. ¿Olvidar? Nunca.
La elegía de Manrique motivó uno de los textos filosóficos más profundos de Jorge Luis Borges, quien escribió a un amigo que “la cesación total de la vida sería, quizá, más asombrosa, más inexplicable y desatinada que la idea de la inmortalidad. ¿Cómo puede acabarse el vivir, tan enrevesado, tan lleno de cuanto Dios creó?”. En Everness, concluye la tesis con maestría:
Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido
...
Y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria, el universo;
no tienen fin sus arduos corredores
Y las puertas se cierran a tu paso;
sólo del otro lado del ocaso
verás los Arquetipos y Esplendores.
(adecarod@aol.com)