Historia de la literatura de provincias

En el principio, y siempre, han sido las antologías. Las nuestras y las ajenas. Aquí y allá, ellas han dado cuenta del movimiento de la literatura en nuestra geografía y en otras latitudes. La poesía ha de ser, con toda seguridad, la más antologada, pero también la narrativa breve y, mucho menos, el ensayo. Las antologías han encauzado el arte literario para ampliar el conocimiento de sus hacedores y de sus improntas en el escenario general de la literatura local o extranjera.

No siempre han sido selecciones felices. En algunos casos han girado alrededor del gusto personal, incluso de simpatías y antipatías. En otras, han sido blanco preferido para impulsar prejuicios y venganzas. Las hay donde algunos autores hubiesen preferido no ser incluidos, porque el antologador los empequeñece, los arrincona. Las tenemos excluyentes e incluyentes. Cosa extraña, pero real. Te excluyen porque, bueno, consideran que no cabes en esa asamblea de genios, aunque en no pocas ocasiones el que realiza la selección se autoincluye (Y el coro grita: ¡Aleluya!). Hay incluso antologías hechas para fuñir, para lapidar, para hundir, para zaherir, para enterrar. Y están, desde luego, los que son incluidos ante el asombro general. No hay labor más difícil que la de levantar unas analectas que sean del agrado general. Nunca he compartido las antologías donde el antologador se incluye. Me parece obsceno. Si un poeta o narrador decide hacer una reunión de textos que le merecen simpatía y que considera valiosos, no sólo hace uso de un derecho sino que hasta cumple con el deber de manifestar lo que entiende como mejores en sus respectivos campos literarios. Esa selección pierde fuerza si el autor se considera a sí mismo provisto de las mismas calidades que aquellos a quienes honra insertándolos en su vergel.

Otras veces hay antologías que sus autores muestran un desconocimiento absoluto de todo lo que se ha producido a su alrededor, en su espacio geográfico. No lo conocen todo y por tanto sus selecciones renquean, porque han echado a un lado a oficiantes poéticos o narrativos que no conocen. Y quien no conoce a todos los poetas, cuentistas o ensayistas de sus proximidades, no puede ensamblar una buena antología, porque lo que falta en ella es producto de la ignorancia. Y por tanto, puede estar cometiendo un pecado de omisión imperdonable.

Las antologías son piezas fundamentales en cualquier literatura. Ellas nos pueden permitir reconocer los textos de una literatura nacional o de un ejercicio literario local o cercano; nos facilita la introducción al conocimiento de autores cuya existencia o desconocíamos o aún conociéndolos no nos había interesado asumir sus propuestas; recrea una heredad, un ejercicio, una calidad que merece ser consagrada. Hay otros motivos para considerar que las antologías rinden un servicio al desarrollo de la literatura. Por eso han existido siempre. Y por eso seguirán produciéndose. Abro un paréntesis para subrayar que hay selecciones realizadas con fines didácticos o como reunión de textos para ofertar ejemplos específicos del quehacer literario; las que sólo buscan mostrar un ejercicio ejemplar o proyectar y honrar el mismo; éstas tienen funciones muy diferentes a las antologías consabidas.

Yo creo en las antologías. Aún más: colecciono las malas y las buenas, para poder tener una idea de por dónde se mueve el sonajero, por donde se clava el empotrado. Me encantan las que el propio autor realiza de su obra, porque me permite abrevar en determinados escritores sin tener que abordar toda su obra, o desde otra perspectiva para conocer a cuales de sus producciones literarias el autor escoge como sus favoritas. Me gusta la antología personal de Lupo Hernández Rueda, precedida de comentarios de Héctor Incháustegui Cabral, que fue su editor, Manuel Valldeperes, Contín Aybar, Sócrates Nolasco, Veloz Maggiolo, Ramón Emilio Reyes, Rueda y Fernández Spencer (“Por ahora” 1948-1975, UCMM, 1975), o la del propio Lupo sobre los miembros de la Generación del 48, su generación. ¡Qué digna! Entre otras muchas, escojo la de Gonzalo Rojas preparada por Nicanor Vélez (“Concierto” 1935-2003, Círculo de Lectores, 2004), o la “Biografía” de Félix Grande, que tanto admiro, donde se recoge toda su producción de 1958 a 2010, o la de Odysseas Elytis, Alejandra Pizarnik, César Vallejo, la preparada por el propio Homero Aridjis de su obra poética (“Ojos de otros mirar”, 1960-2001); una que me introdujo en una poesía de la que sólo conocía a sus más deslumbrantes poetas, la titulada “Pájara relojero”, de Mario Campaña, que reúne a poetas centroamericanos, y una histórica para nuestra literatura: la que seleccionó y editó en México Jaime Labastida con la poesía de Pedro Mir, “Viaje a la muchedumbre”. Son tantas las buenas antologías y tan profusas –vaya contradicción- las menos buenas, pero desde cualquier ángulo que se las mire, indefectiblemente necesarias y en los buenos casos poderosamente aportadoras. Agrego: no hablo exclusivamente de antologías dominicanas, sino de extranjeras por igual. Las hay donde parece que nuestra literatura no existiese. Y en más de un caso, celebran a Puerto Rico y Cuba, ignorando a República Dominicana. ¿Alguna saña especial? No. Fundamentalmente, ausencia de conocimiento de nuestra literatura. Lo que revela irresponsabilidad en producir antologías sin conocer toda la literatura de la región que abarca. Dos casos: el uruguayo Eduardo Milán y el peruano Julio Ortega.

Las antologías han sido pues, claves para iniciarse en el estudio de un poeta o de un narrador, o para situar ejercicios. Empero, se redujeron por mucho tiempo a selecciones de grupos literarios o a reuniones de poetas capitalinos, con una que otra incursión en unos muy pocos provenientes de provincias. Lo mismo que sucede con las generaciones literarias. Generalmente, son de impronta capitaleña, como si no existiesen generaciones en las provincias. A veces, tan o más activas, pero con las dificultades de edición consabidas. La primera antología poética de provincias la publicó en Moca Julio Jaime Julia en 1977, o sea hace apenas 43 años y luego, once años después, en 1988, la completó con otra que incluía a nuevos poetas nativos. Las antologías poéticas provincianas son pues, prácticamente recientes, y sin ellas no se puede construir en su totalidad la literatura dominicana, digo sin su conocimiento, sin su valoración. En los últimos años se han editado muchas antologías de provincias, y eso es un buen signo. Lo que sí nos falta, y tal vez con mayor importancia que las antologías, es escribir las historias literarias de cada provincia. No recuerdo ninguna ahora, aunque tal vez ande despistado al respecto. Por eso, creo que la primera historia de la literatura de una provincia dominicana la acaba de publicar Enegildo Peña sobre su nativa Santiago de los Caballeros. Se trata de una obra en dos volúmenes, el primero de los cuales ya puede obtenerse en Amazon que es el vehículo ideal para estos tiempos pandémicos. Se trata de todo un estudio con los antecedentes históricos, en sentido general y específico, de la literatura dominicana y de la literatura santiaguera. El recorrido es amplio y minucioso, iniciándose lo que el autor llama la tradición literaria de Santiago con dos autores muy lejanos, Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y Gaspar de Arredondo y Pichardo, o sea entre 1694 y 1799. Aparte de estos dos, un total de 35 escritores entran en este volumen. Pena inicia con Morell de Santa Cruz, cuyos padres catalanes se instalaron en Santiago de los Caballeros donde nació. Fue sacerdote y obispo en La Habana, Santiago de Cuba, Jamaica, la Florida y en León, Nicaragua. Muchos desconocen que la famosa calle Obispo de La Habana se nombra así por este santiaguero ilustre. Se concluye con el novelista autor de “Anadel” y “Los Imbeles”, Julio Vega Batlle.

Esta obra es pionera de la historia literaria provinciana en nuestro país. El día en que se escriban las historias de la literatura en cada una de nuestras treinta y dos provincias se podrá escribir la mayor y mejor historia del oficio de la escritura de República Dominicana. Esperemos el segundo volumen. Mientras, reconozcamos que esta obra de Enegildo Peña es única hasta el momento y es una contribución más importante que la más relevante de las antologías. [Para una próxima reimpresión, ha de requerirse una revisión a fondo para corregir errores de edición].

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José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.