Otoño en cualquier tiempo

Nieto de África e hijo del Caribe -geografía de huracanes, temperaturas y sol inclementes-, se me dificultaba entender en mi prehistoria como estudiante en Europa que alguien, aterido, proclamase el cambio de estaciones como parte esencial de su existencia. Para mi cultura termostática había únicamente dos temperaturas, morigeradas tan sólo por el aire acondicionado y las festivas brisas navideñas: caliente y muy caliente. Y un paisaje de verdor permanente, de mangos a mitad de año y manzanas importadas, al final; y posibilidad de mar, playas, exterior, comidas al aire libre en cualquier mes.

Alcancé a comprender y compartir la fascinación que la nieve ejerce en los "uniclimáticos", como nosotros, hasta que mi automóvil se quedó sólo auto en un pantanal de blanco y fango. De esa fascinación no se han escapado ni siquiera mis tres hijas menores, a las que de ordinario los aspavientos emocionales provocan una repulsión que riñe con los genes vocingleros en nuestro ADN dominicano. Las vi en la tempranía de sus años perseguir copos como si fueran un helado, y regocijarse en el jardín albo natural y agujereado por las huellas infantiles que dejó su correteo saltarín.

Creía a pies juntillas que eso de los cambios estacionales los disfrutaría siempre y cuando se me antojase por la vía única de Vivaldi, conducido líricamente por la estructura tripartita de su famoso concierto, Las cuatro estaciones. O lanzado auditivamente al Sur, montado en Las cuatro estaciones porteñas, de ese genio argentino de la música, Astor Piazzolla. Música sentida en temperaturas diferentes, inspiración soliviantada y calmada por la naturaleza.

Me escandalizaba cuando esos europeos, anémicos de sol y soñadores permanentes con las playas del Caribe, me decían que pese a todo no se acostumbrarían al calor todo el año. Porque el cambio de estaciones se convertiría en nostalgia. Porque el calendario de la vida se le quedaría en los mismos grados y el color encendido de los trópicos ígneos les haría monótono el paisaje.

Como periodista al fin, sufro las consecuencias de la (des) formación profesional. Nos concentramos sólo en los eventos y no en el proceso. Invierno, otoño, primavera y verano son fechas en el calendario que divulgamos como noticia cuando arriban cada tres meses. Se nos escapa lo esencial -gracias Saint-Exupéry, gracias Principito-, y es que las cuatro estaciones no están separadas, de que no hay hiatos climáticos misteriosos entre ellas regalo e imposición de Crono, sino que son piezas de un proceso que la naturaleza repite cada año sin importarle atrasos o adelantamientos. Como la vida, tal cual.

Más que tiempo para cambios de moda, de más o menos grados en el termómetro, las estaciones son un estado de ánimo y hay que aprender a controlarlas. Y vivirlas plenamente, con la pasión que acometemos cada etapa de este paseo terrenal.

Las estaciones son un sentimiento paradójicamente profundo y superficial, que se manifiesta con intensidad en el espíritu y en la piel donde inoportunamente se reflejan por temperaturas y emociones, igual mente cortesía de la sabiduría biológica del cuerpo en función de delator. Epidermis revuelta por el paisaje otoñal que nos deslumbra con el color subido de las hojas próximas a desaparecer. Vida intensa antes del final, como sabio consejo a nosotros, humanos. Epidermis revuelta por la brisa que sopla de algún confín gélido. Aviso oportuno para acudir a los rincones del ropero y rescatar la ropa cálida a tiempo para prevenir un resfriado.

Al otoño le han colgado el lastre de la tristeza y un sentido de declinación, de agotamiento. Metáfora que rechazo, aquélla del otoño de la vida, de la batida en retirada, como si la vejez fuese en verdad un final y no otra etapa, otra estación más de un proceso en el que no hay partes sino un continuum que se llama existencia. Hay belleza, y mucha, en el otoño estacional y vivencial. Ese fuego en los árboles, esa sinfonía de colores en los bosques, esa brisa que rueda por el suelo y las alturas, ese sol discreto porque tal vez llegó cansado del verano, esos días acortados, el redescubrimiento de la calidez hogareña, el olor a madera en las prendas de lana al resguardo del armario, las aves que se marchan en su procesión de cada año, la naturaleza que se oculta. Y, como contraparte, las ilusiones que no son estacionales, el optimismo que no se pierde, la esperanza de que aún veremos cambios substantivos, la experiencia como guía en la confusión de la cotidianidad.

Cada día tiene la novedad de colores mágicos, de naturaleza mutante con el descenso de las temperaturas. Del otoño son esos paisajes de carnaval que se observan en la Nueva Inglaterra, esos "folliage tours" que reúnen a miles de amantes de la ecología, del color reinventado e inventado en tonalidades desconocidas y multiplicadas de rama en rama, de árbol en árbol, de bosque en bosque. Acuarela vegetal que nos remonta a un estadio de reflexión y quietud.

En la capital del poder, el observatorio es casi la ciudad toda, arbolada con elegancia en sus parques y avenidas. El sol se levanta con ramalazos cromáticos en las copas que resisten el ultimátum de la estación para rendir las hojas. La noche adviene más temprano y en las aceras y calles están las muestras de que el otoño llegó: las hojas que anuncian nuestros pasos con el crujido de la naturaleza en trance de muerte. La hojarasca que se hace y deshace al conjunto de las brisas precursoras de fríos.

Hasta hace poco todo era verde, una comunicación constante del verano que en estas latitudes a veces es sentencia de agobio. Verde que de tan verde lo creo caribeño. Sus ramas, hospitalarias, acogen plumajes que mi Caribe desconoce, pero que son señales más de vida.

Y un día cualquiera, como acontece cuando el año amenaza con despedirse, esas hojas acusan el principio del final. De ellas y del verano washingtoniano de calidez exagerada. Mudando de color, caen paulatinamente, movidas por el viento que las traslada a la inexistencia. Sinceradas en su desnudez, faltarán meses para que la vida aparente retorne a esas ramas que en pocos días permitirán la indiscreción de los edificios de enfrente.

Que sí, que hay belleza y mucha en el otoño. Me he vuelto otoñal en gustos y preferencias. Y también en edad. Temporada de inspiración, de recuperarse del estío y el hastío y acudir a uno mismo en la búsqueda de una paz que surge fácil, porque a favor se tiene la naturaleza. Y la satisfacción de lo mucho ya vivido.

Dos composiciones populares también han preservado el otoño como estación perenne, al conjuro de la música y de la poesía: Les feuilles mortes (Las hojas muertas), del final de la Segunda Guerra. Las letras, una vez más de moda en película de hace ya cinco años sobre Edith Piaf, La vie en rose, son de un poeta francés surrealista, Jacques Prévert, y montadas en la música de un ballet, Le Rendez-vous. "...Las hojas muertas apiladas,/ los recuerdos y los remordimientos también,/ y el viento del norte los arrastra en la noche fría del olvido..."

La otra es September song, Canción de septiembre, de la misma época y del musical Knickerbrocker Holiday, una comedia romántica con un mensaje sutil de rechazo a la política del Nuevo Trato, de Roosevelt, la misma que se imita nuevamente en estos tiempos críticos. Letras de Maxwell Anderson y música de Kurt Weill, esa pieza emblemática con categoría de "standard" en el cancionero norteamericano, alcanza toda su magnitud en la interpretación de Sarah Vaughn y su voz a prueba de estaciones: "...el tiempo es muy, muy largo, /de mayo a diciembre, /pero los días se hacen cortos /cuando llega septiembre, / el tiempo otoñal convierte las hojas en gris.../y los días se reducen/ a unos pocos en valor.../septiembre, noviembre..."

Personaje de novela, compositor de música clásica y popular, el judío Kurt Weill se les escapó a los alemanes y emigró a Estados Unidos donde fue profeta en la tierra teatral de Broadway. Tiene acreencias múltiples en el género del musical norteamericano, La ópera de los tres peniques el más renombrado no obstante el fracaso inicial. No sólo colaboró con Anderson sino también con otro gigante, Ira Gershwin. No hay por qué extrañarse: en su Alemania natal había trabajado con Brecht.

El otoño, como antesala del final, no existe. Porque el invierno no es más que un tránsito, un puente a la primavera, que también he redescubierto en estas andanzas diplomáticas. Me enteré una madrugada cualquiera, cuando el sol salió más temprano que de costumbre y un bullicio de cantos me apagó el sueño. Las aves, ésas cuyos nombres desconoce mi ignorancia caribeña, se me adelantaron. Por lo visto conocen la naturaleza mejor que yo.

La vida no termina cuando dejamos de respirar, sino cuando nos olvidan.

Y vuelvo a Vivaldi, a quien llamaban el cura rojo por lo encendido de su piel...

No, por hoy basta. Otras temporadas vendrán, aunque no sean de conciertos.

adecarod@aol.com

En la capital del poder, el observatorio es casi la ciudad toda, arbolada con elegancia en sus parques y avenidas. El sol se levanta con ramalazos cromáticos en las copas que resisten el ultimátum de la estación para rendir las hojas.

La noche adviene más temprano y en las aceras y calles están las muestras de que el otoño llegó: las hojas que anuncian nuestros pasos con el crujido de la naturaleza en trance de muerte.

La hojarasca que se hace y deshace al conjunto de las brisas precursoras de fríos.