Por el equipaje conductual se conoce al viajero

La crianza, compendio de hogar y escuela, me sigue pareciendo aquí el secreto mejor guardado.

Viajar en el estío es cortejar al infierno. Al termómetro elevadísimo, cortesía del cambio climático, súmenles las muchedumbres que como enjambres copan los lugares emblemáticos y con sus hábitos de consumo avivan a quienes sobran estímulos porque ya son unos vivos. Se disparan los precios, se enrarece el ambiente y, sobre todo en Europa, la restauración merma en calidad por el cierre de temporada y porque los nacionales se escapan hacia sus lugares habituales de veraneo, muchos a resguardo de las hordas invasoras.

Las aerolíneas hacen su agosto, a la orden del día la sobreventa de asientos. A Spirit (“Epiri” en dominicano), que de espiritual tiene poco, no la mueve la turbulencia de las quejas. Se da el lujo de privar arbitrariamente a pasajeros de su reservación y colocarlos al día siguiente en un vuelo desde Punta Cana cuando su aeropuerto de partida era Las Américas. Como compensación, un abono de 200 dólares americanos para volar, !otra vez!, en la malhadada línea. (Libera me, Domine!).

Van y vienen los dominicanos que han encontrado segunda patria en el extranjero, y con ellos los hijos o el cónyuge extranjero. Para el reencuentro con las raíces del país de origen. Para conocer a los parientes lejanos. Para entender, quizás, por qué el número de la diáspora continúa en aumento, para la buenaventura de las cuentas nacionales. Oportunidad para apreciar las bondades del mestizaje, racial y cultural pese a esas corrientes antiinmigración en riña con las leyes físicas del flujo y reflujo, o de que a toda acción corresponde una reacción. De donde vienen estos, hubo tiempos en que aquellos fueron.

Ya he escuchado afirmaciones —ignoro si sustentadas en investigaciones—, que añaden a la cultura democrática dominicana aportes de nuestra comunidad en los Estados Unidos. Ojalá que así fuese, y que ese contagio positivo mute en viral. Aunque la tolerancia anda en baja en las latitudes septentrionales, aún abunda. A ningún dominicano del exterior se le ha ocurrido exportar la idea de comprar al país vecino o a la isla de la Tortuga, y confío en que tal posibilidad será más remota después de saber que Groenlandia está definitivamente fuera del mercado de los bienes raíces. Hay valores fundamentales en el Norte que debemos digerir mejor, como la transparencia en los negocios públicos y privados, la igualdad ante la ley y, en política, perder con la misma gracia que vencer.

Sin entrar en los tantos detalles del debate, cabe inquirir si la conducta social es preponderantemente aprendida. Si el protagonismo que Rousseau asigna al sentimiento natural sobre la razón ilustrada tiene validez, reflexión obligada en estos días en que asoma a la superficie otra punta del témpano llamado narcotráfico y toda la corrupción y violencia asociadas. Otra de las claves que el sociólogo suizo intentó descifrar, la educación, me llega como aire acondicionado en la canícula para aquilatar la fuerza de cambio en potencia que reposa en la diáspora.

La crianza, compendio de hogar y escuela, me sigue pareciendo aquí el secreto mejor guardado. Más simple que el Emilio, en su aprovechamiento total radica la transformación de nuestro país. Tanto como leer el libro del ginebrino, me sirve de argumento lo que me contaron de un viaje reciente en un avión cargado de dominicanos de regreso a la Europa que los ha acogido en tiempos que para la inmigración sí fueron mejores.

Tres niños, dos familias. Uno solo con su madre, los otros dos con ambos padres. Todos con pasaportes españoles, lo que no quiere decir que vivan en España. Excepto que los dos hermanos hablan un español con un acento que suena a Madre Patria con solo pronunciar unas pocas palabras. Presunción es porque la curiosidad pertenece a la mala educación, incluida la del relato fílmico de Almodóvar, cuando se adentra en el terreno de las preguntas indiscretas.

No bien despegó el avión cuando la pareja de hermanos, el mayor cercano a los siete años de edad, inició la perturbación de los demás pasajeros. Golpeaban el asiento delantero sin parar mientes en que en clase económica es casi igual que agredir directamente la anatomía de quien lo ocupa. Hablaban en voz alta, se repantigaban y de cuando en vez soltaban un alarido atribuible al alborozo por algún juego electrónico del servicio de entretenimiento a bordo. Lamentablemente, la pequeña pantalla está en la parte trasera del asiento frontal. Cambiar de canal, subir o bajar el volumen, pasan por meterle el dedo en la espalda a otro pasajero; a menos que se haga con delicadeza. Tal era el alboroto que el padre, sentado en paralelo en otra fila, le reclamó a la madre que hiciera valer su autoridad. Estaba consciente de que sus hijos habían traspuesto el umbral de lo permitido y atentaban contra la tranquilidad de sus vecinos. Nada de extrañar que en la familia típica dominicana, la batuta y la constitución sean, por decreto machista, de la exclusividad femenina

Enseña quien puede. Desembarazada de los zapatos que tal vez apretaban o en busca de comodidad vista la duración del viaje, la madre dominicana con pasaporte español había optado por meter los pies en el bolsillo del asiento delantero. Una réplica airada la hizo entrar en razón y devolver sus extremidades a otra posición, probablemente la trinchera entre su asiento y el trasero, cuando no el pasillo donde los aireaba sin sonrojo. Un vuelo trasatlántico es agotador, más para niños inquietos, porfiados en alejar el sueño. El agobio era evidente por las tantas veces que preguntaban al asistente de vuelo, obsequioso en todo momento, cuánto faltaba para llegar al destino.

Otra fue la historia, otra la familia, el niño también cercano a los siete años. A las instrucciones sobre seguridad en el vuelo, respondió con una vuelta de cabeza para identificar la salida de emergencia más cercana y trasladar la debida información a la madre, con hincapié en que mantuviese el cinturón abrochado todo el tiempo. Pese a que se comunicaba en un español correcto con su progenitora, se le vio leer las instrucciones en inglés y luego, sumergir toda su atención en una película en holandés.

Su compartimiento durante todo el trayecto fue ejemplar. Cansado de las molestias que le causaban los dos niños detrás, preguntó: “Mama, ¿no saben que no se debe molestar a los demás?”. Temprana lección de comportamiento cívico, de buena ciudadanía, de respeto al prójimo que le iguala en derechos. Reclamaba los suyos de manera pasiva, moviendo el asiento cuando los pies del niño detrás le golpeaban la espalda como si fuesen arietes. Y repitiendo la pregunta a la madre, que solo atinaba a escogerse de hombros y consultar con la mirada a su compañera en la fila de tres butacas. “Mama, ¿pero es que no se dan cuenta de que me están molestando?”. La pasividad de la madre se presta a múltiples lecturas. ¿Comedimiento, resignación, timidez o temor a la reacción de quien la pésima conducta de sus hijos importaba poco?

Quizás estaba convencida de que la dejadez de la otra progenitora se debía a ignorancia, al desconocimiento de que el derecho propio termina donde comienza el ajeno. Si alguna duda quedaba de que la corrección en los modales, sinónimo de buena ciudadanía y no de ejercicio en superioridad como algunos postulan, formaban ya parte de la cotidianidad de aquel párvulo, quedó disipada al final de la cena. Con un cuidado digno de encomio, organizó los platos vacíos y demás utensilios en la bandeja donde le habían servido la comida.

Ambas familias se inscriben bajo el denominador común de la emigración dominicana. El hábito no hace al monje, mas sí delata su condición. Todos vestían correctamente, sin afectación alguna. La situación económica debió figurar entre las causales de su marcha al extranjero. Los hijos en edad escolar pertenecen probablemente al sistema de educación pública, todos expuestos a las mismas oportunidades de éxito y de absorción de las normas y valores prevalecientes en la Unión Europea. Nada llevaría a pensar que el buen comportamiento de uno de los niños se debiese a privilegios o ventajas sociales, de todas maneras vedados al grueso de los dominicanos que han optado por la ruta europea.

Con el perdón de Rousseau, las conductas buenas y malas se aprenden y poco tienen que ver con la naturaleza. No vienen por default, como esas aplicaciones perversas en los móviles con que nos espían y pretenden modificar el consumo. El yo y mis circunstancias se imponen. El hábitat social envía el mensaje y componente eficiente es el hogar. Tampoco la libertad es un bien natural, sino el resultado de sacrificios y prácticas que se extienden en el tiempo. Vivir en libertad necesita de un aprendizaje que implica aprehender el principio básico de la tolerancia, igual al respeto del otro. Lo contrario es la ley del más fuerte, el retorno a la caverna. Lo público y lo privado se complementan. Si falla uno, sobre todo el último en mi opinión, la crianza acusará las falencias evidentes en el avión con destino a Europa y la historia aleccionadora de las dos familias dominicanas.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.