Viejo negro del puerto

“Viejo Negro del Puerto/

hace mucho que vengo mirando/ la oscura silueta de tu cuerpo manso deslizarte, /en silencio en las noches, del muelle a lo largo...
(Francisco Dominguez Charro.)

San Pedro de Macorís es una sombra fresca de recuerdos recurrentes y amores olvidados. Ardiente boca de ingenios que vomita cenizas y azúcar. Mar que estrella olas y las rompe en encajes de espumas. Aquella tarde, desde la ventana del hotel, lo vi sentado frente del mar, como escapado del poema de Domínguez Charro. No pude resisitir la tentación que me llevó, junto a su magro cuerpo curtido por la sal.

Manuel era un viejo negro del puerto, ya sin puerto, ni embarcación, seco, como las ramas secas de un árbol que se resiste a caer. Conocía casi todas las islas del Caribe, hablaba inglés con acento cocolo, vestía zapatos blancos, sombrero de Panamá y chacabana almidonada. Hacía mandados a quienes se los pagaran, contaba cuentos a los cocheros del parque cada mañana y en las tardes, casi en la frontera de la noche, contemplaba el mar. Me contó de todas las mujeres que le amaron y me dijo que todavía era un bailador de cabaret, que vivió en el barrio de La Arena donde compró amores en una mezcla de sones y chulos, pero que ya no le quedaban ardores, ni sueños, ni mujeres.

Unas maltratadas tablas, hojalatas y el fuego embriagador del Este, le servían de cobija. Pero era alegre, tan alegre y feliz como son los que han vivido a su manera. Aquel atardecer en que nos reencontramos, no me dijo ni una sola palabra y yo no quise romper ese silencio de olas envueltas en encajes blancos. Permanecimos juntos hasta que nos abrazó la madrugada. No volví a verlo. Manuel quedó escondido en mi recuerdo.

Dicen los petro-macorisanos que el viento se devuelve y trae una rizada carga de recuerdos que saben a agua de mar y ruedan mojadas por los ojos. Eso me ha pasado y deseo volver a San Pedro de Macorís, mi pueblo amado. Allí trabajé como Fiscal.