Sobre la igualdad (otra vez)

Desmeritar este principio es despreciar la democracia misma

Hagamos memoria. En 2019, el Tribunal Superior Electoral (TSE) fue apoderado de sendas acciones de amparo que procuraban tutelar el derecho fundamental de las mujeres a la participación política. Lo que se denunció en aquel entonces fue cierta práctica partidaria que pretendía aprovecharse de una inconsistencia normativa para aplicar la proporción de género –legalmente exigida para la presentación de candidaturas a cargos electivos— sobre la propuesta nacional, y no sobre la propuesta por cada demarcación electoral. Debate fundamentalísimo y nada inocuo, por los efectos sistémicos que derivan de situar el cálculo en uno u otro nivel.

El problema jurídico concreto al que se enfrentó el TSE en ambos casos fue la contradicción frontal entre dos leyes igualmente válidas y fundamentales para el sistema. En corto: mientras la Ley núm. 33-18 de Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos postulaba en su artículo 53 el cómputo de la proporción de género sobre la propuesta por demarcación electoral, la Ley núm. 15-19 Orgánica de Régimen Electoral mandaba en su artículo 136 a la aplicación de la proporción sobre la propuesta nacional. La solución del TSE, contenida en sus sentencias 085-2019 y 091-2019, fue la que deriva lógicamente de la función esencial del Estado: el cómputo de la proporción, dijo, ha de efectuarse sobre la propuesta por demarcación electoral.

Resulta que el Partido Revolucionario Moderno no estuvo de acuerdo con la sentencia 091-2019, y entonces decidió impugnarla ante el Tribunal Constitucional (TC). El 12 de mayo de 2020, mediante sentencia TC/0104/20, el TC determinó que la decisión del TSE era correcta. Explicó: “la igualdad de género y la protección de la mujer constituye uno de los ejes esenciales de todo régimen democrático”. Si a ello se suma el principio de progresividad de los derechos –dijo el TC—, entonces habría sido una “involución” evidente que el TSE privilegiara la fórmula del artículo 136 de la Ley núm. 15-19. Por ello, ordenó que “los partidos, agrupaciones y movimientos políticos, al momento de inscribir las candidaturas que representen la cuota de las mujeres, deberán hacerlo en razón del porcentaje de las candidaturas de cada demarcación electoral y no del porcentaje del total de la propuesta nacional” (las cursivas son mías). Elemental.

Desde entonces, la Ley núm. 33-18 se ha mantenido en pie, aunque con “retoques” por parte del TC. La Ley núm. 15-19 fue directamente modificada. La sustituye hoy la Ley núm. 20-23, en cuyo artículo 142 se lee exactamente el mismo contenido del artículo 136 de la anterior Ley núm. 15-19. Es decir, se “reedita” el problema.

¿Cuál es el panorama que nos queda? Según parece, estamos ante un escenario en el que el legislador ha decidido sancionar como “nueva” una norma cuya intepretación literal ya fue descartada, por inconstitucional, por el propio TC. Porque eso, y no otra cosa, fue lo que decidió la jurisdicción constitucional: el Tribunal no actuó “sobre” el artículo 136. Dicho de otra manera, no declaró su inconstitucionalidad por vía concentrada y abstracta, con efectos generales. No podía hacerlo, porque el cauce procesal a través del cual fue apoderado del asunto no se lo permitía. No obstante, el TC dejó claro en su sentencia que la fórmula que reproducía el antiguo artículo 136 era incompatible con los artículos 8 y 39.5 de la Constitución, razón por la cual optó por favorecer el cómputo previsto en el citado artículo 53 de la Ley núm. 33-18. Así, más que expulsar del ordenamiento a la norma per se, el TC canceló de plano la operatividad de una de sus posibles interpretaciones, por considerarla inconstitucional.

Esta técnica decisoria es común en el espacio de la justicia constitucional. De hecho, la ampara el artículo 47 de la Ley núm. 137-11 Orgánica del TC. Lo llamativo de este cuadro es la insistencia del legislador con un texto defectuoso. ¿Cómo es que la nueva ley reitera una formulación normativa cuya inconsistencia constitucional ya fue acreditada? Una de dos: o el Congreso “olvidó” ponderar la sentencia del TC en el marco del debate sobre la ley (detalle no menor por cuanto, de ser cierto, pondría en evidencia una gran mancha en la técnica y la deliberación legislativa); o bien omitió deliberadamente el criterio de los jueces constitucionales y resolvió, contra viento y marea, incluir en la nueva ley la fórmula anterior –expresamente descartada, insisto, por el TC—.

Surgen entonces, en mi opinión, tres ámbitos de responsabilidad a considerar. El primero es de orden institucional. Los precedentes del TC, nos dice el artículo 184 constitucional, son vinculantes para todos los poderes públicos y órganos del Estado. Su desacato, ha dicho el propio Tribunal, configura una subversión del orden constitucional. Así que el Congreso, al sancionar como válida una pieza legislativa que contiene un texto cuya literalidad ya fue desechada (de nuevo: por inconstitucional) por el TC, ha incumplido su deber de sujeción o vinculación al precedente constitucional. Sí, el artículo 142 es una “norma nueva”. Pero solo superficialmente: su texto, insisto, es idéntico al del anterior artículo 136. Y, en todo caso, esta “norma nueva” se inserta en un ecosistema jurídico en el cual el artículo 53 de la Ley núm. 33-18 permanece vigente y el material constitucional que guió al TC en el pasado sigue siendo el mismo. Así que el desacato es un tanto evidente.

El segundo ámbito –muy conectado con el primero— es el de la responsabilidad política. Es evidente que la mayoría calificada detrás de la nueva ley se ha llevado por delante la jurisprudencial constitucional vinculante. Pero también ha relegado a un segundo plano a la propia Constitución. El bagaje teórico del constituyente es uno y, por demás, obvio: es función esencial del Estado la promoción progresiva y eficaz de los derechos fundamentales de las personas, entre ellos el derecho a la igualdad y a la plena participación política; esto es, promoción y garantía sin posibilidad alguna de regreso o retroceso en las conquistas ya alcanzadas. El mensaje del TC es exactamente el mismo. Así que requiere alguna explicación que una mayoría congresual haya ignorado (o, peor aún, olvidado) todo esto y sancionase, por segunda vez, semejante norma.

El tercer ámbito es el de la responsabilidad cultural. Porque tras todo esto se encuentra latente una determinada forma de hacer y de pensar el gobierno colectivo. Hay, en el fondo, una determinada perspectiva sobre las decisiones políticas fundamentales que plasma la Constitución; perspectiva que aparentemente descuida –o, en fin, reprueba— la participación política de, más o menos, la mitad del país. Validar lo ocurrido es dar luz verde a una forma muy concreta de pensar y actuar políticamente, anclada en el desdén hacia la jurisprudencia constitucional vinculante. Es, a mi juicio, inocente pensar que ello no incide en lo más íntimo del tejido social, en todo lo tangible e intangible que conforma aquello que se conoce como “cultura política” (que en última instancia da sentido a la “cultura de la legalidad”). Claro que contamina nuestra cultura política, porque proyecta la idea de que poco importa la palabra del TC, o el proyecto político de la Constitución, o las pequeñas y grandes victorias que a través del tiempo condujeron (y siguen conduciendo) a una participación política plenamente igualitaria. Soslaya, además, el tortuoso proceso histórico que nos trajo hasta aquí. Todo eso, al parecer, da igual.

Esta coyuntura es digna de estudio, preferiblemente de uno mucho más reflexivo que este escrito. Lo que parece claro, al menos por el momento, es que ya se registra un cúmulo de decisiones (tanto institucionales como sustantivas) que prefiguran un compromiso débil, o acaso dudoso, de parte del poder político de turno con una de las premisas fundamentales de nuestra democracia constitucional, justamente la participación política en pie de igualdad. Aquí el red flag: desmeritar este principio es despreciar la democracia misma. Dígalo conmigo: elemental.


Pedro J. Castellanos Hernández es licenciado en Derecho, con experiencia y especialización en derecho constitucional, administrativo y electoral. Es articulista y ensayista. Combina su ejercicio con la docencia.