La llamaban Tristeza

A la niña la bautizaron Tristeza porque jamás sonreía y tampoco la habían escuchado reír ni hablar

La niña no hablaba porque no quería hablar y nada más. (Shutterstock)

Era pequeñita y había sido abandonada durante una noche de lluvia debajo de una manta gris toda raída y sucia. A la mañana la encontraron por el sonido de su llanto.  Los ojos grandes llenos de lágrimas y un susto grabado en su mirada. La señora que la encontró la llevó a la Iglesia para que el cura le buscara hospedaje.

Creo que se llamó a la policía, tendría tres años y apenas vestida con unos harapos tan sucios que daban asco. Según cuentan en el barrio, el cura se la entregó a la muchacha que le atendía para que la bañara y le pusiera alguna ropita decente. No faltó gente en la parroquia que llevara alimentos y uno que otro juguete. La primera noche, quizás por el cansancio y el miedo, la niña se durmió de inmediato.

Pasaron los días y nadie la reclamaba, alguien sugirió que la llevaran a la policía, pero desistieron. Se intentó indagar en el vecindario si alguien había visto algo, y ninguno de los feligreses respondió. 

Matilde, la cocinera del cura, la adoptó de inmediato. A la niña la bautizaron Tristeza porque jamás sonreía y tampoco la habían escuchado reír ni hablar.

Buscaron un médico que la examinara y luego de un exhaustivo examen llegó a la conclusión de que estaba en perfecto estado de salud, solo un poco desnutrida. La niña no hablaba porque no quería hablar y nada más.

Caminaba como una sombra, con el tiempo los feligreses se acostumbraron verla deambular entre los bancos hablando con algún ser imaginario. Las muy devotas decían que hablaba con la virgen, pues se pasaba horas enteras frente a la estatua de María conversando ininteligiblemente con ella. El único momento en que se le veía sonreír era cuando en las tardes antes del rosario ella llegaba de la mano de la cocinera y mientras un grupo de damas rezaba, ella se quedaba tranquila sentada a los pies de la estatua.

De Tristeza la apodaron Tris, y ella respondía. Tris agradecía, pero sin sonreír, las cosas materiales no le hacían mucha gracia solo sus largos silencios en compañía de su virgen. Alguna devota confesó que la escuchó llamarla mamá.

El cura decía que la dejaran quieta que Dios tiene muchas maneras de comunicarse con sus hijos y que esta niña parece era de sus favoritas.

Una mañana la cocinera fue como siempre, a levantarla, no la encontró en su camastro. Salió al patio y tampoco la vio. Nunca había hecho nada igual así que se preocupó de inmediato. Caminó por el barrio y no la encontró.

Regresó a la iglesia pues algo le decía que quizás la niña había amanecido queriendo hablar con la virgen. Entró y fue de inmediato donde estaba la estatua, lugar favorito de Tris. Gran decepción: solo encontró sus sandalias correctamente colocadas a un lado. El párroco avisó a la policía, se pusieron fotos en los muros y todas las familias que viven alrededor fueron avisados de que se daría una recompensa a quien devolviera a la niña de los ojos tristes.

Pasaron los meses y el misterio se hizo recuerdo y como recuerdo al poco tiempo fue olvidado. Lo que nadie se ha podido explicar es ese intenso olor a rosas que desde el día que desapareció Tristeza inunda toda la iglesia.

Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.