La ruinosa y legendaria Ciudad Colonial de los primeros siglos

El historiador Frank Moya Pons retrata diversas etapas de la metrópoli

Panorámica de una parte de la Ciudad Colonial dominicana (Marvin del Cid)

SANTO DOMINGO. La atrayente Ciudad Colonial de Santo Domingo de estos tiempos, con algunas de sus calles adoquinadas, sus macizos monumentos, muros y recodos cargados de historias, se parece poco a la metrópoli polvorienta y ruinosa de sus primeros siglos.

El paso del tiempo, el impacto de ciertos acontecimientos y el trabajo de diversas generaciones, transformaron la faz de la vieja villa, retratada en diversas etapas por el historiador Frank Moya Pons en una reciente exposición sobre la Ciudad Colonial, declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad.

El reconocido investigador, quien tituló su conferencia “La Ciudad Colonial tal como fue”, recordó que en sus inicios Santo Domingo era una aldea con casas de paja, ubicada en la orilla oriental del río Ozama, sitio elegido porque en el barranco del afluente surgía una vena de agua potable.

“Pocos años después, en 1502, la mudaron hacia el lado occidental donde había otro surgidero de agua dulce del cual se abastecía una aldea taína liderada por una cacica. Justificaron la mudanza diciendo que a partir de entonces la ciudad quedaría del lado de las minas y de los pueblos fundados en el interior de la isla”, agregó Moya Pons al exponer en un ciclo de charlas organizado por Protectores de Nuestro Patrimonio.

De acuerdo al historiador, en realidad la ciudad no era rectangular, pues tenía forma de trapecio. “En sus primeros cincuenta años no tenía murallas ni acueducto, aun cuando se trazaron planes para construir uno que llevara agua desde el río Haina hasta un gran aljibe en la plaza mayor, frente a la Catedral. Ese acueducto nunca llegó a construirse y durante siglos sus habitantes tuvieron que beber agua de lluvia colectada en los techos almacenada en los aljibes”.

“Tomó varias décadas construir la Catedral y los demás templos y conventos de la ciudad. Esos edificios consumieron muchas vidas de esclavos indios y negros. Su construcción se pagó con diezmos al oro, al azúcar, a las reses y al jengibre, y con donaciones de gente piadosa o temerosa de una muerte eterna”, enfatizó.

El efecto de la miseria

El historiador se adentró en el siglo XVII y contó que entonces las costumbres de los vecinos de la ciudad se transformaron por obra de la miseria.

“La gente dejó de comer pan y tuvo que acostumbrarse al plátano, la batata, la yuca y el casabe. La dieta española desapareció y en su lugar aparecieron platos criollos, como el sancocho, el plátano maduro al caldero y los tostones que acompañaban versiones tropicales de los embutidos europeos, como la longaniza y la morcilla”, añadió.

Explicó que el aguardiente de caña reemplazó al vino que dejó de llegar de España, y la imaginación culinaria agregó azúcar al coco, la naranja, la guayaba y el maní, y creó postres coloniales desconocidos antes en Europa.

El autor evocó que los vestidos completos casi desaparecieron, en vista de que los pobladores no tenían con qué importar telas o prendas de vestir.

“El comercio con el exterior apenas fluía por su puerto. De once llamadas tiendas que había en la ciudad en 1680, ninguna tenía suficiente mercancías para vestir más de diez personas”, detalló.

“Casi todo el mundo vestía harapos y a todos les daba vergüenza ser vistos semidesnudos y harapientos. En consecuencia, las calles se veían casi desiertas, y la gente se acostumbró a salir de noche para esconder sus desnudeces. Hasta la Iglesia cambió sus horarios y mudó la celebración de sus misas a las horas sin sol para que los vecinos pudieran asistir sin que se les notaran sus andrajos”, subrayó.

La ciudad durante la dominación haitiana

El escritor reconstruyó el aspecto de la ciudad durante la dominación haitiana, de 1822 a 1844, etapa en que decayó más.

Y describió: “Las calles eran polvorientas en tiempos secos y se llenaban de lodo en tiempos de lluvia. Estas vías estaban siempre malolientes por el estiércol de los caballos y la basura que la gente tiraba en ellas desde las casas. Un viajero llegó a observar que las calles no las limpiaba nadie pues todos esperaban que las lluvias hicieran esa tarea”.

Expresó que tampoco cambió mucho el aspecto de la urbe en los primeros tiempos de la República. “Ocho años después de proclamada la independencia nacional la ciudad tenía un rostro de casas corroídas, calles de tierra con profundos surcos llenos de basura y estiércol, ruinas de antiguos templos destruidos por terremotos y saqueados por las autoridades haitianas, lianas colgando por las paredes y raíces penetrando los techos de las viviendas”, dijo.

No obstante, manifestó que impresionaba a los viajeros la sólida compactación de las viviendas, pegadas unas a las otras, sin espacios intermedios, con gruesas puertas de madera y ventanales enrejados arriba y abajo. “Nada de pintura, sólo mugre. Al decir de un testigo, el musgo y la mugre eran la pintura de las viviendas y edificios públicos, tanto en los interiores como en las paredes exteriores”, añadió.