“La semilla trasplantada”, un cuento de Pedro Corporán

Imagen ilustrativa (Fuente externa)

“¡Oh!... Brumoso 12 de octubre/Cuantas brumas, aún nos cubren/Clamando entre las penumbras/Sin una lumbre.../Plagados de incertidumbre”.

El primer lazo se enredó en el moño de tres pisos que servía de almohada a la lata de agua que llevaba en la cabeza, haciéndole desplegar una destreza circense que le devolvió el equilibrio y protegió la preciada carga.

Avistó aterrorizada y confundida al jinete extravagante que recogía impetuoso la cuerda, entre relinchos del caballo y la polvareda que levantaban las patas inquietas del brioso animal azabache.

Cuando reaccionó soltó el tesoro de vida que se derramó sobre la arena caliente que empezó a hervir tanto como su sangre, empuñó como invocando a los dioses el cuerno de rinoceronte de uno de los varios collares que colgaban de su cuello y salió despavorida a internarse en la espesa ensenada que como oasis ecológico, servía de hábitat a la madre tribu en el corazón de la caldera sahariana.

Ya casi tocando con su cabeza la primera rama de un árbol sediento de agua y roseado de polvo desértico, cayó el segundo lazo que desparramó el collar de amuletos de dioses africanos y que halado con bestialidad por el segundo jinete de impune religiosidad, la derribó al suelo sembrándola de cabeza en la arena rojiza del desierto.

Con la fuerza montaraz que heredó de la selva, se puso de pie, enhiesta y erguida de dignidad y allí empezó la feroz lucha de resistencia contra dos seres que parecían uno, jinete y caballo reculando con fiereza y engreimiento para arrastrar a la presa.

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