La vergüenza recurrente de los fuegos artificiales

El pasado viernes el Presidente prohibió la venta de fuegos artificiales sin el permiso correspondiente y sólo se autorizará a empresas que realizan espectáculos

Cuando se invoca la tradición para defender hábitos aberrantes, se corre el riesgo de caer en un fatalismo cultural que todo lo justifica.
Santo Domingo. Todos los años lo mismo: la Asociación de Cirujanos, la Asociación de Cirujanos Plásticos, la Asociación de Pediatría, el Hospital Infantil Robert Read Cabral, el Hospital Gautier y el hospital Darío Contreras, solicitan, casi imploran a las autoridades, prohibir la práctica irracional e irresponsable de la fabricación y venta de fuegos artificiales. A veces recurren a la sensatez de la ciudadanía porque sus recomendaciones han sido sistemáticamente ignoradas, con la excepción de una prohibición decretada en el período 1996-2000, que funcionó durante un par de años. Si todos los organismos de salud que tienen que lidiar con esta tragedia recurrente se oponen a esta práctica, ¿Bajo la recomendación de cuáles asesores las autoridades se empeñan en mantenerla?

En el cuatrienio 2000-2004, Interior y Policía levantó la prohibición, alegando que los fuegos artificiales son una vieja tradición dominicana sin la cual las fiestas navideñas carecen de sentido. En un decreto dictado el pasado viernes por el presidente Fernández, se prohíbe la venta de fuegos artificiales sin el permiso correspondiente y se anuncia que sólo se autorizará la venta a las empresas que realizan espectáculos.

Si esto significa (no me quedó claro), que sólo se permitirán los fuegos durante eventos tales como fiestas patrias, celebraciones artísticas y deportivas, siempre controlados por la comisión que nombra el decreto, es una buena noticia y felicito al ejecutivo por tomar una decisión tan valiente en un año preelectoral. El país necesita de dirigentes dispuestos a cumplir con su deber sin importar que tan alto sea el costo político.

Pero si sólo se trata de cerrar las fábricas clandestinas y prohibir sus peligrosos productos, no es buena noticia, pues consuela muy poco saber que tenía manufactura legal el "montante" que dejó ciego a nuestro hijo.

Fieles al culto del chivo expiatorio, cuando congresistas extranjeros denuncian las condiciones de vida en nuestros bateyes, nos indignamos apelando a un patriotismo ornamental, pero permanecemos indiferentes ante la perpetuación de esa situación vergonzante. Nos duele menos la existencia del hecho infamante que su denuncia.

Otras veces se culpa a los padres de la tragedia, por no supervisar adecuadamente a sus hijos en sus pasatiempos incendiarios. De ser así, habría que eliminar a los organismos que controlan el narcotráfico y que el manejo del problema sea responsabilidad exclusiva de los padres.

Cuando se invoca la tradición para defender hábitos aberrantes, se corre el riesgo de caer en un fatalismo cultural que todo lo justifica con la excusa de que se trata de prácticas muy antiguas. Si a eso vamos, gastar en bebidas alcohólicas el dinero de la leche de sus hijos o maltratar a sus esposas, prácticas abominables de ciertos dominicanos, son quizás tan antiguas como los fuegos artificiales. Al argumento de que hay que conservar esos hábitos porque son muy antiguos, yo respondería como el "Cándido" de Voltaire: "La razón es mucho más vieja".

Cada año, en los meses previos a la Navidad, sectores oficiales y privados de salud recomiendan la prohibición de estos juegos letales para evitar la secuela de niños mutilados. Se alega siempre que los fabricantes hicieron una gran inversión y la prohibición afectaría los intereses de esos honorables "padres de familia".

Respondo a este alegato con las palabras de un personaje de Alejandro Casona: "A ustedes les pregunto, hombres que todo lo compran y todo lo venden: ¿Cuánto cuesta arrancarse de los oídos el grito de un niño mutilado? ¿Qué río de oro puede devolver la luz a esos ojos inocentes donde se están enfriando las estrellas?".

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