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Soliloquiando

El odio es un tema para reflexionar

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Soliloquiando

Siempre me ha interesado el odio como categoría emocional. No sé a ustedes. La vulgaridad también, pero de otra manera. Con la vulgaridad convivimos como si en realidad nos diera igual o, todavía peor, fuéramos incapaces de mantenerla a raya, vencidos a la postre por la mezcla de  sicalipsis y escatología que, como una avalancha, nos asalta a diario. Es verdad que podríamos neutralizarla apelando para ello a la costumbre, en cuyo caso pasaría a formar parte de nuestra vida y de nosotros mismos, y así, todos vulgares, ya no habría más que hablar ni que hablar más. A la costumbre no hay novedad ni moda que se le resista (las fagocita sin apelación) y no sé si al final no saldríamos ganando. Pero en fin. Lo que sí que no dudo, a estas alturas, es que la susodicha ha logrado su sueño de imponerse. Aun no lo copa todo, y esperemos que nunca, pero hace rato que goza del poder alcanzado. Me reservo el derecho de no poner ejemplos.

Pero volvamos al odio, tan actual como la vulgaridad. O quién sabe si más. No el odio digamos, ancestral, casi ontológico, ese que padecemos desde que el mundo es mundo y que hace que hoy andemos buscando la manera de caernos a mordidas otra vez. Ese es el odio en sí, que dirían los filósofos, y yo no voy tan lejos. Yo me refiero al odio de andar por casa, al odio espontáneo e insignificante que practicamos con naturalidad y en el que nos regodeamos sin rubor. Es verdad que a la vez nos resulta algo incómodo, pero en general no nos preocupa mucho.

Los psicólogos intentan explicarlo e inventan, con tal fin, teorías inextricables. Los hay que incluso piensan que lo han conseguido (allá ellos), pero para mí sigue siendo un misterio. Eso de que la forma de gesticular, o de hablar, o de ser, de simple ser, de otro despierte en alguien una aversión extrema no deja de tener cierto interés. Dan ganas de pensar, como muchos, que se trata de una especie de simpatía a la inversa, o de atracción, pero a mí me produce un repelús que no puedo evitar. Y que conste que no hay nada de mojigatería en lo que digo o diga.  La mía no es una reacción de carácter moral, sino, más bien, estético.

He conocido gente tan inclinada a ese mal sentimiento, a odiar tan por capricho, que no resisten la simple compañía del que se lo provoca. Viéndolos, uno entiende, de pronto, los campos de exterminio. Ese odio conduce a mucha gente a un sinvivir constante, más que molesto, turbio, con el que, sin embargo, se sienten muy a gusto. Hasta te lo confiesan, si preciso, y aunque no hallen respuesta para ciertas preguntas, como, verbigracia, por qué, o qué te ha hecho, continúan en sus trece y llegan al extremo de alejarse de ti si no les das señales de acompañarlos en su desatino. Es, para mí, un enigma sin solución posible, uno de los no pocos que quedan por resolver de la presencia humana en el planeta. No me atrevo a decir que de su evolución, pero estoy casi a punto.

Hace años, cuando, según Octavio Paz, en ya no sé qué ensayo, las tres figuras clave del siglo XX, las que explicaban todo lo explicable y sin las cuales no podíamos entendernos, eran Cristo, Marx y Freud, hubiéramos podido recurrir, no a Cristo, que al fin y al cabo es Dios y que, más que imponer (pese a los mandamientos), apela, reclama, incita, sugiere, aconseja, etcétera, sino a cualquiera de los otros dos, que daban en el clavo en casi todo, uno por fuera, otro por dentro de todos nosotros, y habríamos obtenido a ese respecto una respuesta clara. Y perdón por el párrafo. Pero eso era antes. Hoy, de un día para otro, nos hemos llenado de teorías explicativas de lo que nos sucede que duran lo que un eco en una cueva y que apuntan a la diana, pero dan en la raya. No como los antedichos, que había que ver lo infalibles que eran.

Cuánto nos odiamos constante y recíprocamente, con qué gusto y regusto, con cuánto regodeo nos alegramos del fracaso del otro, qué dispuestos estamos a magnificarlo y, en la mejor tradición de nuestros abuelos, a adornarlo con cuanto descalificativo, insulto, calumnia, difamación e injuria se nos venga a la mente. Es como un desahogo existencial inevitable, un vómito del alma, que también se indigesta. Es tan grave el asunto, que los hay que hasta tuercen la cara en el proceso, que hacen muecas de puro frenesí repudiador de méritos y aciertos. Yo he visto a más uno.

Eso por no mentar al simple odio ideológico, un hábito ancestral contra el que no hay quien pueda. Para ese odio carecemos de antídoto, dura lo que el otro se empecine en querer que pienses como él, y más allá cuando no lo consigue. El mundo no es como es (pero ¿cómo es el mundo?), sino como ese tal piensa que es y pretende además que acabe siendo. Los demás, en tal lógica, no cuentan para nada. Son poco más o menos que los monos actuales para Engels, ramas colaterales en vías de desaparición. Virgen santísima.

Así como existe un amor cortés, con tradición y todo, y Rougemont pudo afirmar que nació en el siglo XII, yo a veces me pregunto si existe un odio de igual corte y en qué siglo dataríamos su nacimiento. ¿O siempre ha sido el mismo, atemporal, inmutable, indiferenciado? ¿Es social, es creado, es espontáneo, es hormonal, es antropológicamente descriptible? No me hagan mucho caso. Quédense con la duda, como yo. Es lo mejor.

Sería bueno, con todo, porque quizás ayude, elaborar un miniglosario de los epítetos con que en ciertos períodos a los humanos nos da por motejarnos los unos a los otros y según el bando en que nos encontremos. A veces he probado a redactar el de los que, en plena Guerra Fría, imbatible hasta ahora en fanatismo, nos endilgábamos recíprocamente. Son muchos, pero hay dos que se llevan la palma por lo representativos que resultan. Uno era “comunista” y el otro “reaccionario”. Para los jóvenes de hoy ninguno de los dos puede tener la fuerza, ni la capacidad condensativa, de su uso de entonces. Bastaban, y sobraban, para definir de manera infalible el objetivo de nuestra aversión. Acierto pleno. Pero lo llamativo de ellos no es que estuvieran tan presentes en el vocabulario de varias generaciones, sino en la agresividad (hasta miedo me da llamarla odio) que cada uno arrastraba al pronunciarlos. Lo recuerdo muy bien.

 Los jóvenes actuales carecen de descalificadores tan taxativos y potentes, a mi modo de ver. Son más irónicos (tal vez sardónicos) que otra cosa. Porque los de mi tiempo no. Los de mi tiempo estaban decididos, la mitad, más o menos, a destruir el mundo con tal de reorganizarlo a su imagen y semejanza, y la otra a una de tres: no oponerse, mirar para otro lado y resistirse. ¿Qué tiene que ver la carga semántica de, por ejemplo, un “wawawá” y un “popi” al lado de la de “lumpen” o “burgués”, de aquellos años, que son las que en términos de menosprecio, o ninguneo político, se les acercan más? Probablemente quieran decir lo mismo, pero en el fondo hay una cordialidad, o un choteo, que en aquellas no asomaba ni de juego. No sé si me equivo; probablemente sí.

En cuanto a mí, ya para terminar, confieso que no odio. Con todo y mis defectos, me inclino  a creer más en el amor, o como se le llame al sentimiento opuesto. Y no es mentira. El odio es más bien molestoso e incordiante, da papera, lo tengo comprobado, y aunque puede servir para que te odien por igual y sin ocultamiento, lo que no deja de ser una ventaja, pues identificas así a quien te quiere mal sin necesidad de valerte para ello de un amuleto celta, que los hay, yo tengo uno, en el fondo es inútil; como, en cierto sentido, también lo es el amor, para qué nos vamos a engañar. Pero del amor hablamos otro día. Yo lo combato, al odio, con un vade retro de lo más efectivo y, además, sigo cursos que me invento yo mismo, con reglas y ejercicios que practico a diario para evitar que se me pose dentro. Debe de ser por los amigos jipis que tuve cuando joven. “Hippies”, quiero decir.

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Escritor, profesor y diplomático dominicano.