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Una mirada jurídica al conflicto en el río Masacre

República Dominicana enfrenta el gravísimo problema de que su interlocutor -si cabe aquí ese término- es difuso y cambiante. Un día la posición haitiana es expresada por un alto funcionario del gobierno, mientras que otro es un vocero privado que habla como si estuviese investido de una autoridad legítima estatal.

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Una mirada jurídica al conflicto en el río Masacre

En el debate en torno al canal o trasvase que se construye en el río Masacre del lado haitiano, tanto las autoridades de República Dominicana como las de Haití han invocado, como base de sustentación de sus posiciones y reclamos, el Tratado de Paz, Amistad y Arbitraje entre la República Dominicana y la República de Haití, suscrito en Santo Domingo el 20 de febrero de 1929. Poco tiempo antes, el 21 de enero de 1929, el Estado dominicano y el Estado haitiano habían firmado el Tratado de Fronteras en virtud del cual se fijaron los límites fronterizos entre los dos países.

El Tratado de Paz, Amistad y Arbitraje es un instrumento jurídico que fija el marco normativo para dirimir las controversias que puedan surgir entre ambas naciones, lo que explica que de los doce artículos que tiene el tratado, siete (artículos 3 al 9) se refieren al arbitraje como método fundamental, aunque también reconoce que cualquier de las partes puede hacer uso, antes de ir al arbitraje, a procedimientos de investigación y conciliación, según se recoge en el artículo 3 del tratado.

La idea rectora del tratado, plasmada en el artículo 1, es evitar la guerra y cualquier acto de violencia de una nación contra la otra, de ahí que dedique una buena parte de su contenido a definir la modalidad de arbitraje, la forma de selección de los árbitros, el encauzamiento de los conflictos y el carácter vinculante de las decisiones arbitrales. No obstante, el artículo 10 versa de manera particular sobre los conflictos que pudiesen surgir en torno a los ríos y otros cauces de agua compartidos por ambos países. Dicho artículo dispone lo siguiente: "En razón de que ríos y otros cursos de agua nacen en el territorio de un Estado y corren por el territorio de otro o sirven de límites entre los dos Estados, ambas Altas Partes Contratantes se comprometen a no hacer ni consentir ninguna obra susceptible de mudar la corriente de aquellas o de alterar el producto de las fuentes de las mismas". Y agrega un párrafo que reza de la manera siguiente: "Esta disposición no se podrá interpretar en el sentido de privar a ninguno de los dos Estados del derecho de usar, de una manera justa y equitativa, dentro de los límites de sus territorios respectivos, dichos ríos y otros cursos de agua para el riego de las tierras y otros fines agrícolas e industriales".

De las posiciones que han expresado voceros oficiales de ambos países se puede deducir, a riesgo de simplificar la cuestión jurídica, que República Dominicana invoca el primer párrafo del artículo al sostener, con razón, que las partes se han comprometido a no hacer ninguna obra que mude o desvíe la corriente de los ríos y otros cursos de agua a los que se refiere el artículo 10. El argumento de las autoridades dominicanas es que lo que se está construyendo no es una canal de riego propiamente hablando, sino un trasvase que sacaría la corriente del río de su cauce natural con repercusiones negativas aguas abajo tanto para dominicanos como para haitianos que se dedican a la agricultura y dependen de esa fuente para regar sus siembras. Es un argumento que, prima facie, luce claro y contundente.

Por su parte, los voceros oficiales haitianos y otros actores privados parecen acogerse al segundo párrafo del artículo 10 al sostener que el Tratado de Paz, Amistad y Arbitraje les otorga el "derecho de usar, de una manera justa y equitativa, dentro de los límites de sus territorios respectivos" los ríos y cursos de agua para fines agrícolas e industriales. Es decir, el argumento haitiano es que el tratado le da potestad para aprovechar las aguas cuando éstas estén en su territorio, al tiempo de decir que República Dominicana ha hecho lo mismo con aguas del río Masacre en puntos en que éste corre por el territorio dominicano.

Como suele suceder, la interpretación de cualquier texto jurídico, en este caso un tratado bilateral, no es mecánico ni literal ni se agota en un sentido único e incontestable. Esa es la esencia de un diferendo jurídico, esto es, ¿cómo interpretar y aplicar una norma en una situación determinada? Esto implica que, a menos que las partes lleguen a un entendimiento por la vía de la negociación, este conflicto tendrá que encauzarse, en último término, por las vías que el tratado ha dispuesto para la resolución de controversias.

República Dominicana enfrenta el gravísimo problema de que su interlocutor -si cabe aquí ese término- es difuso y cambiante. Un día la posición haitiana es expresada por un alto funcionario del gobierno, mientras que otro es un vocero privado que habla como si estuviese investido de una autoridad legítima estatal. Esto tiene que ver con el hecho de que Haití, como se ha dicho tantas veces en esta columna, vive una "situación hobbesiana", esto es, la ausencia de un poder común (el Estado) que da lugar a lo que Hobbes llamó, de manera dramática, una "guerra de cada hombre contra cada hombre", en la que no hay autoridad ni un orden legítimo en el territorio de una nación.

En ese contexto, vale preguntarse si la medida de cierre de fronteras por parte del Gobierno dominicano resulta eficaz en relación al tipo de conflicto que se ha suscitado entre ambos Estados. Dicho cierre representa una especie de sanción con miras a lograr que el Estado haitiano pare la obra y acepte que no tiene derecho a construirla. El problema es que, como suele suceder en tantos ámbitos de la vida, de inmediato entra en juego la ley de las consecuencias no deseadas, en este caso el impacto negativo que el cierre de la frontera tiene para productores y comerciantes dominicanos cuyas actividades dependen enormemente del mercado haitiano. Lo mismo puede decirse con respecto a los haitianos que viven del intercambio comercial con República Dominicana, quienes, por demás, no son responsables de lo que está ocurriendo en el río Masacre.

Lo ideal sería que las autoridades haitianas suspendieran la construcción de la obra y se diera paso a un diálogo constructivo entre ambas naciones no sólo sobre este asunto en particular, sino también sobre otros aspectos que conciernen a la gestión de los ríos y al medioambiente en general, pero no hay garantías de que esto vaya a suceder. Si esto no ocurriese, el Gobierno dominicano se verá obligado a reconsiderar el cierre de la frontera sin haber logrado su objetivo pues no parece viable sostener dicha medida por un tiempo relativamente largo. Lo mismo puede decirse sobre el despliegue militar en la zona fronteriza, ya que en caso de que la obra no se detenga el mismo tratado que se invoca prohíbe recurrir al uso de la fuerza para dirimir las controversias.

Mientras se definen esos escenarios, República Dominicana debe afinar su discurso técnico y jurídico en defensa de su reclamo para demostrar con argumentos objetivos que tiene razón al oponerse a que se construya esa obra de desvío de aguas en el río Masacre por la parte haitiana.  De otro modo, nuestro país corre el riesgo de perder el argumento en la opinión pública internacional, al igual que en un potencial arbitraje, ante un Haití pobre y devastado que procurará generar simpatías invocando su derecho a usar el agua para su producción agrícola y su propia sobrevivencia.

 

TEMAS -

Abogado y profesor de Derecho Constitucional de la PUCMM. Es egresado de la Escuela de Derecho de esta universidad, con una maestría de la Universidad de Essex, Inglaterra, y un doctorado de la Universidad de Virginia, Estados Unidos. Socio gerente FDE Legal.