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Obsesión legislativa

Entre el personalismo y la memoria histórica, una mirada al Congreso dominicano

Si se hiciera un trabajo metódico sobre el origen de las leyes, notaríamos que la mayoría se redactan fuera del Congreso. Quienes trabajan los anteproyectos suelen ser asesores o técnicos del Gobierno, fundaciones, gremios empresariales, agencias de cooperación y consultores de los organismos internacionales.

Y es que las reformas legales resultan mayormente de "presiones externas", como la adecuación de las leyes al orden global, la estandarización normativa a los tratados internacionales, las urgencias presupuestarias o burocráticas del Gobierno, los apremios de los "intereses especiales" —agencias extranjeras y actores corporativos— y las coyunturas políticas, entre otras.

Es fácil reconocer así la "personalidad" de un legislador en un texto de ley. Y, sin ánimo de ofender, la forma lo delata: incoherencias conceptuales, inconsistencias sintácticas, construcciones vagas, oscuras o ambiguas. Obvio, no todos. De hecho, el Congreso funciona para refrendar o no lo que viene de afuera. Y eso no solo es propio de nuestra tradición legislativa; es una dinámica casi uniforme en los sistemas parlamentarios del mundo.

Ahora, hay materias en las que nuestros legisladores se reservan la exclusividad y una de ellas es ponerles o cambiarles los nombres a edificios, parques, plazas, aeropuertos, bibliotecas, teatros, hospitales, escuelas, estadios y otros. Si se hiciera un levantamiento de cuántas leyes en los últimos veinte años se han aprobado con este propósito, nos sorprenderíamos.

No se tiene la certeza del porqué de esta obsesiva manía por la "rotulación". Quizás por lo simple del trabajo o por el deseo de granjearse simpatías gratuitas —o ambas cosas—. No bien muere un personaje de la farándula, del arte popular o de la política, se desata una callada porfía entre legisladores para adelantar la iniciativa. En el afán no se repara en las causas históricas que acreditan la designación de una calle o avenida para proponer o no su renombramiento.

Hace apenas unos meses un proyecto de este tipo puso en pugna la memoria de dos personajes: Johnny Ventura y Nicolás de Ovando. Recientemente la rivalidad política entre Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez se reavivó póstumamente cuando la avenida Circunvalación Juan Bosch pasó a denominarse Circunvalación José Francisco Peña Gómez. La lista no tiene fin. La afición por los nombres de las vías no solo es de los legisladores, también arropa a los concejos de regidores de los ayuntamientos.

Obvio, quien critica esta relajada práctica es mirado con sospecha cívica o patriótica, como si esa fuera la única manera honrar a un ciudadano ilustre. Es más, pocas personas saben quiénes son los titulares de muchas calles de Santo Domingo.  Una vez hice el ensayo con la avenida Tiradentes. Les pregunté a varias personas y ninguna acertó con el personaje. No pocos se asombraron cuando les dije que Tiradentes era un "sacamuelas" —en portugués—, el nombre de Joaquim José da Silva Xavier, odontólogo, minero y político brasileño que encabezó una revuelta minera precursora de la independencia de Brasil de la dominación portuguesa, y que la designación de la avenida en Santo Domingo fue un gesto de Trujillo para agradar al gobierno militar brasileño de Eurico Gaspar Dutra.

Creo que la tendencia de asociar nombres patronímicos con edificios, calles y avenidas es una herencia instintiva del autoritarismo. Nuestra historia es una sumisión a patrones culturales del poder. Así, no concebimos hechos sin protagonistas ni esfuerzos colectivos sin apellidos. Trujillo late en el retrato presidencial de cada despacho público, en el séquito de guardaespaldas de un funcionario de tercera categoría, en las placas oficiales, en el padrinazgo de las recomendaciones, en las tarjetitas o cartas de encargo, en la mitificación del cargo público. Lo "oficial" trae esa fascinación mística por el poder. El personalismo como tributo, culto y mito está sellado en el ADN cultural dominicano.

Quedan pocos íconos urbanos del dominio público con apelativos alegóricos o de fantasía; cuando lo tienen, le agregan el nombre de algún sujeto. Y es que cualquier denominación que no sea patronímica se considera un desperdicio: hay que engancharle el nombre de algún personaje.

Creo que la memoria de un notable no solo se concretiza en una estructura inerte de piedra, asfalto o cemento.  Debe ser ante todo un testimonio vivo que dé permanencia a sus ideas o acciones. Si fue un escritor, promover sus libros; si fue un artista, rescatar sus obras; si fue un patriota, promover su gesta; si fue un pensador, enseñar sus ideas. Eso debe ser un trabajo de alta atención del Ministerio de Cultura como manera de preservar la integridad de nuestro acervo inmaterial. Una avenida o una calle es una fría mención que poco o nada evoca más que una dirección; si no, pregunten a los citadinos quiénes fueron los beneficiarios de esas designaciones. 

TEMAS -

Abogado, ensayista, académico, editor.