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Costos económicos e institucionales de la reelección

«Sin embargo, los presidentes que intentaron modificar los límites a sus períodos tuvieron éxito cerca del 70 por ciento de las veces. Esta realidad también puede hacer pensar que una vez que los presidentes revelan públicamente su deseo de ampliar los límites constitucionales a su período, suelen encontrar los mecanismos institucionales y políticos para alcanzarlo. Muy probablemente, los presidentes se atreven a hacer público su deseo cuando estiman que las probabilidades de éxito para realizar este cambio son altas, sea porque existe un consenso político, por sus elevados niveles de popularidad o porque tienen control tanto del Poder Legislativo como judicial». Michael Penfold et al., 2014

América Latina muchas veces luce como un gran laboratorio de experimentos fallidos. El caudillismo, el mesianismo y el populismo se han combinado en diferentes formas y en diferentes tiempos para condicionar y contaminar los procesos sociales y económicos, de manera que la realidad resultante de nuestra región sea la de un subdesarrollo que aparentemente es insuperable. Por tanto, no es extraño que los presidentes en ejercicio traten – con una frecuencia que desconcierta – de cambiar las reglas bajo las cuales fueron elegidos. Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega... son ejemplos lamentables de presidentes que han pretendido perpetuarse en el poder, y lo han tratado pasándole por encima al orden institucional de sus respectivos países y, en algunos casos, han provocado el colapso de sus economías.

Es en este contexto que resulta preocupante la campaña que los principales funcionarios del Gobierno han montado para llevar a cabo una reforma constitucional que permita, una vez más, la reelección del presidente Medina. Se trataría, por tanto, de una reforma agravada por el hecho de que ya en 2015 se modificó la constitución con el mismo propósito. Entonces, no se trata de que haya una regla constitucional que sea conveniente para la débil democracia dominicana, sino una regla que permita la perpetuación en el poder de los actuales incumbentes. Y esa pretensión entra en conflicto directo con la aspiración de las mayorías de una democracia funcional.

Si esos esfuerzos se concretaran, ¿Cuál sería la nueva regla para limitar el tiempo en ejercicio de un presidente? En el año 2010 la regla era de reelección no consecutiva; en 2015 la regla era (¡todavía es!) de dos períodos consecutivos y nunca más, con el consenso de un transitorio para evitar esto que se quiere ahora. Cualquier regla pudiera resultar de un proceso que no tiene la más mínima consideración por el orden institucional del país. Y quizás pudiéramos regresar a los tiempos de la reelección indefinida. Lo peor es que de ese proceso para modificar la constitución no puede surgir una regla estable ni creíble. No puede tener credibilidad – ni es deseable – una regla diseñada a la medida para perpetuar a un presidente.

Dada la correlación de fuerzas en el Congreso Nacional es claro que nominalmente el proyecto reeleccionista no cuenta con la mayoría calificada para lograr su propósito. Y para esto, los funcionarios promotores de la reforma tendrán que utilizar los mecanismos de poder a su alcance para lograr ‘convencer’ a los legisladores que faltan para completar la aprobación de dicha reforma. Obviamente, los recursos financieros no van a ser registrados transparentemente en el presupuesto del Estado. Ya una parte de esos recursos han sido ganados en otras batallas, mientras que la otra parte se puede conseguir con el uso indirecto del presupuesto nacional. En todo caso, el afán reeleccionista compromete – en esta etapa – la calidad del orden institucional y el uso eficiente de los fondos públicos.

Asumamos, por un momento, que el proyecto reeleccionista pasa la prueba de la reforma constitucional y se impone a lo interno del partido oficial. Esto plantearía una división formal o implícita en dicho partido, lo que lo dejaría en una posición electoral de mayor vulnerabilidad y en la necesidad de utilizar masivamente los recursos públicos para imponer su candidatura en las votaciones de mayo del próximo año.

De esta forma, además de los costos institucionales y económicos ya citados, se corre el riesgo de que un presidente en campaña reeleccionista descarrile las finanzas públicas – cada vez más comprometidas con el endeudamiento desmedido – y se lleve, de paso, a la llamada estabilidad económica. Si en la campaña electoral pasada hubo serias denuncias del uso de los recursos públicos para favorecer al candidato oficial, en una coyuntura en la que el principal partido de oposición acababa de dividirse y los escándalos de corrupción no alcanzaban la magnitud del presente, es previsible que en esta oportunidad haya una mayor urgencia de utilizar esos recursos públicos en favor de la reelección.

En consecuencia, la reelección es una seria amenaza a la estabilidad económica, como ha sido evidenciado en el hecho de que el gobierno se ha negado a cumplir con la ley que le obliga a realizar una reforma fiscal en un plazo que tiene más de cinco años de vencido. Primero, por la reelección de 2016; y ahora, por la reelección de 2020. Esto muestra claramente cuáles son las prioridades, y la disposición del gobierno –más allá de toda lógica– de lograr la reelección por encima de cualquier costo, económico o institucional, con un esfuerzo que está superando los límites morales. Por eso, es tan crucial la presente coyuntura: o nos apegamos al respeto del orden institucional (reglas estables), o abrimos definitivamente las puertas al autoritarismo...

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