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Fiesta arriba... ¿y abajo?

Corría el 1996. Para entonces me causaba risa, pero ya no le encuentro ninguna gracia; es más, ahora me provoca coraje: cada vez que la prensa de aquel entonces publicaba los sádicos cuadros de sangre en las calles de Santiago, el jefe del Comando Norte de la Policía Nacional esperaba, imperturbable, el oficio de su destitución. Eso era más seguro que la muerte. Cuando se posesionaba su sustituto, el discurso era el mismo: “seremos implacables con el crimen”. Al día siguiente, el mensaje llegaba de forma clara; los titulares de la prensa reseñaban: “PN mata a tres presuntos delincuentes en intercambio de disparos”.

Pasó el tiempo, llegó la tecnología digital, nacieron las redes sociales, un negro residió por dos periodos en la Casa Blanca, Europa y Estados Unidos se hundieron y salieron de la depresión financiera, surgió el Estado islámico y todavía el desvencijado escritorio del Comando Norte sigue estrenando jefes por la misma causa e igual retórica: “seremos implacables con el crimen”. La delincuencia se enseñorea y no esconde su escarnio al viejo discursillo policial. Hoy no sabemos de qué lado está el crimen o quiénes son los buenos y los malos.

Ya el problema de la seguridad sobregiró por mucho los fondos de una policía quebrada. Matar delincuentes no es solución; convierte al cuerpo del orden en lo que es (un cartel del crimen) y multiplica por cinco la violencia que nos flagela, por eso no es fortuito que de cada diez atracos haya seis uniformados involucrados. Creíamos que las cosas no se iban a deteriorar tan rápido, pero la historia no es estática y nunca obtendremos resultados distintos haciendo lo mismo. Llegó el momento para actuar o acostumbrarnos.

Me pregunto: ¿acaso había razones para esperar cambios? El policía dominicano gana menos que un mensajero de un banco y se acomoda a ese jornal sin quejas ni resabios. Su servicio no tiene hora, reparos ni circunstancias. ¿Dónde encontrar un chofer, mensajero, jardinero, conserje, recepcionista, sirviente, proxeneta, confidente y policía? ¿En qué lugar del mundo un funcionario, un ex oficial o un empresario tienen a su servicio personal uno o más policías pagados por el Estado? Desde esa óptica torcida y cruel debemos convenir que tenemos la mejor policía del mundo. ¿Cuantos dólares exigirían nuestros genios de la opinión para hacer el trabajo de un policía por un día? Salir a la calle polvorienta y oscura, nublada de miedo y muerte, sin más pertrecho que el coraje y un arma; o enfrentar, con la rabia del hambre y el rigor del sol, las hordas del crimen para luego ser expulsado deshonrosamente por cualquier exabrupto superior.

La Policía sigue siendo la misma “fuerza bruta” de hombres débiles. Gente menesterosa con un salario satírico y dos neuronas activas: una para obedecer y otra para halar el gatillo; lo demás es instinto. A veces nos olvidamos de que esa policía es el pueblo con uniforme. Al raso dominicano, analfabeta por definición, se le demanda un comportamiento escandinavo cuando a duras penas ha podido cruzar las breñas de los arrabales para aceptar por pura sobrevivencia un oficio desechado. Ese mismo policía, parido y criado en los sótanos de la delincuencia, es el que, por “deber”, la tiene que combatir sin excesos y con estándares del primer mundo.

A la Policía hay que intervenirla y declararla en emergencia nacional, pero no esperemos milagros: la mejor seguridad del mundo no resuelve la delincuencia dominicana, porque es una aberrada expresión de un problema social aún más profundo: la desigualdad, condición que se ha hecho tan abismal como irreversible. Existe una relación causal y directa entre una cosa y la otra. Pena que aquí eso no se quiera entender. De manera que la patología no es epidérmica sino neurológica. Sin embargo, tal circunstancia no debe declarar nuestra rendición para acometer las reformas estructurales que requiere la Policía.

Otro fermento activo en la delincuencia social es la impunidad de cuello blanco. En sociedades apocadas, la autoridad del liderazgo social y político es vinculante. Una historia entretejida por el autoritarismo impone siempre el temor a los grandes. Los llamados poderosos son intocables. En la cultura dominante solo se considera delincuencia la de sangre y la Justicia opera para los excluidos. Los ricos no delinquen; los políticos tampoco. Mientras ese cuadro permanezca inmutable, lo demás serán sueños húmedos. Aquellos países que han controlado la delincuencia lo han hecho de arriba hacia abajo. El resultado ha sido impresionante. Los ejemplos están ahí: Islandia, Singapur e Irlanda, naciones que en distintos contextos y con problemas ancestrales de corrupción emprendieron reformas audaces y procesos penales ejemplarizadores en contra de políticos, banqueros y empresarios, y hoy encabezan la lista de los más seguros.

Un auto de no ha lugar, una exclusión de la acusación o un fallo a favor de un político corrupto potencia la criminalidad de la base social. Y no es que busquemos una expiación; es que padres promiscuos no pueden castigar las orgías de sus hijos: ley infalible de autoridad moral. Quien no da ejemplo no puede esperar obediencia. Le temo más a una sociedad impune que violenta; una es causa y la otra consecuencia. Allí donde cualquier funcionario tenga la convicción de que robar fondos públicos es una digna gratificación del cargo y que pedir cuentas es una chuscada, se pierde el respeto al orden y el sentido de la legalidad.

No esperen penitencias abajo mientras arriba haya fiesta. En una sociedad donde se les tema más a los bolsillos que a las instituciones, la ley la impone la fuerza. No podemos aspirar a una sociedad segura cuando sus líderes estén aún más seguros de su impunidad. ¡Pena que arriba no haya intercambios de disparos!

taveras@fermintaveras.com

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